Una caminata por las calles y las playas de la ciudad catalana, a pocos kilómetros al sur de Barcelona.
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Fotos de Priscila Aita
Ayer, treinta de abril de dos mil veinticinco, en Sitges, Cataluña, las gaviotas trazaban en el cielo todo tipo de figuras. Mientras caminaba por una calle empedrada, vi una que cortaba transversalmente las nubes sobre el fondo celeste. Las veredas de Sitges son estrechas; difícilmente podrían convivir un auto y un peatón. En ese acotado espacio visual, las gaviotas, técnicas del agua y especialistas en las variaciones del cielo, llamaban aún más la atención, y era posible ver cómo le devolvían a uno la mirada, cerrando los ojos, como hacen siempre las gaviotas.

En el giro hacia la playa de Sitges, otra ciudad mediterránea de fachadas enjalbegadas con puertas y dinteles azules, en el giro, decía, hacia la playa poblada de bares, más allá de las conversaciones de las mesas, de esas probables tramas de dinero, lujo y envidia, divisé otro grupo de gaviotas al tiempo que sentía un aroma, no, mejor dicho, una fragancia, fresca y diurna, de limón o algún otro cítrico. Mecían sus cuerpos y se empujaban con leves toques de pico, paradas sobre el paño de arena, sobre ese viscoso mundo marrón claro. Se observaban como si mirarse fuera contemplar un espejismo.

En el extremo, sentado en un banco, un vendedor lamentaba el orden intacto de sus productos sobre la manta. Las ventas iban lento, como todo lo demás. Quien se acercara y viera el mar arañando la orilla, devolviéndole blancos cuajarones de espuma, podría haber contemplado el sosiego de una nueva bandada, que volaba al ras del suelo al tiempo que el agua caía de sus belfos. Los flecos del viento a mar abierto alteraban la primavera y algunas se alejaban, de mala gana, del grupo más numeroso.
Me desvié por un camino serpenteante. Iba a la deriva y me sentía bien: nadie dijo que sería en línea recta. A la altura de un espigón, recordé aquel poema de Baudelaire sobre el albatros. Un albatros no es una gaviota, pero los versos sirven lo mismo: también la gaviota es vulnerable a cazadores y presa por igual. ¿Y quién ha comido carne de gaviota? Aparentemente tiene un sabor horrible y apenas si gozó de cierta reputación en los recetarios medievales ingleses. ¡Ay, pero no quisiera desviarme! Este relato debería ser más exacto y contar mejor cómo, al subir por una calle que me sacó frente a la iglesia local, vi uno de esos músicos que tocan sobre alguna pista y hacen de un paseo cotidiano una escena pretenciosa. Mientras lo miraba —y una mujer negra cubierta por una túnica me cruzaba en sentido contrario—, los graznidos se volvieron tan ruidosos que fue imposible seguir la melodía.

Arriba, unas gaviotas volaban en círculos. Miré mejor y advertí que la punta de sus alas era negra y que sus rostros fruncidos y ufanos transmitían una especie de enojo; un repudio, tal vez, a la vulgar vida material de los turistas.
Poco más adelante, la última gaviota que vi en Sitges picoteaba las migas en soledad. Sus ojos eran sin profundidad y su cuello corto le imprimía una cadencia arisca. Algún verano, mientras jugaba a construir castillos, creí descubrir algo valioso en esos fragmentos de cuarzo que se mezclan en la arena. Pero entonces ya no pensé en nada: el sol caía a pique y abrí la mano para cubrirme, tal como acabo de abrir la otra para revivir aquel momento.