No hace falta ser cientista social para entender ni historiador para repasar la larga lista de personas que, tras haber sido objeto de simpáticos consumos irónicos, se han constituido como portavoces de los muchos que no se los toman para la chacota. Portavoces que trascienden el microclima de las redes sociales para marcar agenda y que se proyectan en los medios y en la política, que son las esferas donde circulan el dinero y el poder: el arte de reír último y mejor. No se trata de revestir de solemnidad la crisis acuciante de Argentina y del mundo. No se trata, de ningún modo, de terminar de aniquilar el agonizante sentido del humor. Mucho menos de adjudicar al consumo irónico la culpa de todos los males. Pero sí es necesario indagar la manera en la que elegimos aproximarnos a aquello que se nos presenta sujeto a la alteridad, y que escapa a nuestros modelos estandarizados de aceptación. Porque la forma reactiva de pararnos ante el mundo, de vernos antes en el lugar de ofendidos que en el de interpelados, el de llamados a la reflexión, ubica al consumidor en un lugar de sumisión, ahí donde no decide, ahí donde es explotado por un patrón que le hizo creer que las ganancias serán también suyas.
Las que ríen último
La ironía del consumo irónico no radica en aquello que es consumido sino en quienes lo consumen. Dicho de otro modo, la ironía que el consumidor cree estar ejerciendo es menos sobre lo consumido que sobre sí mismo y se esconde en esos pequeños actos donde la superioridad —moral o intelectual— afloran. Y decimos que se esconde porque, cuando aquellos sujetos ironizados han hecho cima y están en boca de todos, ya es demasiado tarde para subvertir ese destino llamado viralización. Casi un (mal) chiste para la época de la pandemia.
Un hilo del que se puede tirar: ¿es el consumo irónico un destilado humorístico de la indignación? Si “el indignado” no es el tipo de sujeto con el que se identifica aquel que consume, ¿cuál sería el rol arquetípico del que señala cuán debajo de su nariz está tal o cual personaje? Apuntar, exponer, difundir y, si da, si hay consenso, si tiene punch, humillar aunque se crea que el daño es patrimonio únicamente del apuntado, del expuesto, del difundido. El vínculo entre la desinformación y el consumo irónico deja de ser inocente y se convierte, mediante hechos entre penosos y trágicos, en un juego de roles donde bufones y reyes alternan posiciones para generar cualquier cosa antes que risa. Los dispositivos de poder que son los medios y los de empoderamiento que parecen encarnar las redes sociales se prestan como el hábitat natural para que estos bufones modernos transformen hechos repudiables de terceros en combustible sin adjudicarse responsabilidad alguna. Se libra entonces una pulseada entre indignadores e indignados donde, aunque no lo parezca, ambos puños hacen fuerza para el mismo lado.
Novicias rebeldes
En el último tiempo se erigió con cierta potencia, quizás también de modo reactivo a los nuevos mandatos feministas, un modelo de mujer que rechaza y no se deja atravesar por ese tándem de valores que percibe adoctrinantes y ajenos a la lógica del poder a la que aspiran o de la que, en efecto, son parte. No hace falta revolver; los nombres aparecen en la superficie de todos los feeds y grandes portales argentinos con insistencia: Juana Viale, Cristina Pérez, Nicole Neumann, Amalia Granata, Ivana Nadal y, la que pareciera picar en punta si de escándalos se trata, Viviana Canosa. Disruptivas y vociferantes, estas figuras de la comunicación —llamarlas periodistas equivale al “esto no es una pipa”— llevan dentro el anhelo de dejar la piel de voceras para convertirse en formadoras de opinión. Ignoran que encarnan a la Doña Rosa que abandonó la escoba y los ruleros para vestirse de femme fatale pero que, de cualquier modo, viene a tomar por las astas ese toro que es la mujer que ya no se calla.
Agitadoras, toman también la palabra para rebelarse ante el mismo sistema que las estimula, promueve y habilita, y con disfraces de alta costura o trapos de canje sobre cuerpos esculpidos de acuerdo a la maldecida belleza hegemónica se alzan en sentencias picudas, muchas veces rematadas en “a mí nadie me va a callar” o “soy una mujer libre y hago lo que quiero”. Ante la discusión, la réplica o el cuestionamiento, profieren la defensa del ataque misógino, un viejo truco que de tan usado no encuentra manera de ser más actual. Ese juego histérico entre el derecho y el ataque a la libertad de expresión es otra de las tangentes por las que discurren estos pequeños y grandes berretines “anti sistema”, otro fenómeno tan antiguo como la puesta del sol: enunciarse desde el desparpajo y la impunidad, como dueños de los grandes medios, para victimizarse como el más precarizado de los asambleístas —nobleza obliga, un comportamiento que no se ciñe a una única actividad, aunque calce bien la metáfora. El doble rol es una maniobra que viene bien tener ensayada y al alcance de la mano para esgrimir cuando por cucaracha avisan que el rating así lo requiere. La ética que imponen estas mujeres está en el tejido rasgado entre el “yo digo lo que quiero” y el “usted no puede decir eso”, lo que constituye una rotura de sentido que nunca —se subraya el “nunca”— deja de ser política, un ejercicio de fobia y contrafobia liberal.
Es en este contexto que se puede resignificar el “te quiero libre, linda y loca” para preguntar hacia dónde está encauzada toda esa potencia femenina. ¿A qué sistema se le rebelan y a cuál le prestan sus servicios? ¿Quién espera agazapado detrás de cada declaración, de cada acto incendiario, de cada trending topic, para capitalizar eso que despiertan estas damas rebeldes? Son muchos los interrogantes entre una minúscula certeza: asistimos a una versión del “No nos callamos más” sujeto a los estándares de la autoayuda, la meritocracia y la narrativa de la self made woman con ribetes reaccionarios, contouring y taco aguja.
Izquierdizantes en la actitud, derechizantes en el discurso: la fórmula que seduce al sector que menos cree en el Estado —entre ellos, jóvenes que recién arriban a una vida “adulta”, las comillas son todo lo intencional que pueden ser—, que se rehúsa a alinearse en las filas progresistas y que corre urgido detrás de una libertad por la que ya transita. Todos gozan de ese derecho a tener derecho, todos son parte de la reyerta democrática, incluso en disconformidad. Por citar solo un caso de los últimos tiempos, emblemático por cierto debido a la estridencia de sus pancartas, son las movilizaciones de “los anti cuarentena” —en este segmento entran también anti vacunas, anti 5G, anti peronistas, anti nuevo orden mundial, anti estado, anti barbijos, anti salud pública, anti tierra redonda, anti etcétera— arengadas por los miembros de una oposición rabiosa que apuesta a jugar fuerte frente a la bandera blanca que quiere representar el pacto social del gobierno. Si son muchas o pocas personas dependerá de cómo se los mire (y de qué cámara de televisión enfoque), pero el ejercicio mismo de la toma del espacio público es el dato en sí mismo. Se derrumba ese imaginario totalitario que flota sobre las cabezas de los manifestantes cuando no chocan contra ninguna restricción, cuando gozan de ese privilegio de no ser observados, contenidos y mucho menos reprimidos, concedido en la Capital Federal por el intendente Horacio Rodríguez Larreta. Grietas hay de sobra entre dichos y hechos, entre significados y significantes, entre “perder la calle” —que se le adjudica al oficialismo— y respetar medidas sanitarias en un contexto de la pandemia.
Pero la grieta madre es política — “tiene un costo económico”, como dijo hace unos días el ministro Martín Guzmán durante la presentación del presupuesto 2021— y está manoseada como siempre y antes que nadie por las pirañas que son los medios. Y acá es cuando todo hace sentido, cuando regresan, para apuntalar la polarización, los nombres propios al comienzo de estos párrafos, listos para saltar la soga de la grieta y permear del otro lado gracias a eso que se describe como consumo irónico. Entonces la progresía se convence de que cualquiera sea la expresión que no empate sus principios es una nueva expresión fascista, y mientras las diversas facciones de la derecha (cada vez más reverenciales con la anti democracia) anuncian un fin del mundo llamado Venezuela —sustentadas en teorías rayanas en la paranoia e instalando en el discurso social sus propias fantasías golpistas—, una porción minoritaria de la izquierda vive en la parálisis por un ideal que ya no seduce a quien fue su cantera, debido a una juventud cuyos valores fueron desplazados al éxito individual en el terreno del vale todo. Que la ex chimentera Canosa tome dióxido de cloro del pico, que la heredera Juana Viale pregunte a sus comensales si el gobierno termina su mandato, que la despertadora de conciencias Ivana Nadal inste a sus seguidores a “soltar ese dolor que tenés adentro”, que la conductora Cristina Pérez prepotee con juicios de valor al presidente son expresiones lógicas de un ejercicio de la libertad infantilizado donde la responsabilidad y las consecuencias siempre son cosa ajena. Hete aquí la grieta entre la mujer empoderada y la mujer de poder.