En esta segunda parte de su viaje a las islas, la escritora y periodista Paula Puebla habla sobre la relación tóxica que los kelpers mantienen no solo con los argentinos sino también con los inmigrantes que llegan a trabajar desde diversas partes del mundo y con los propios británicos.
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Fotos por Paula Puebla
(Leé la primera parte: Monte explicación)
El arribo a las islas está previsto para poco después del mediodía del sábado, pero el vuelo se retrasa dos veces sin mayor explicación. Los avisos de postergación de Latam que llegan a los teléfonos y mails de los pasajeros, desperdigados en hoteles de la capital santacruceña, más en plan de hacer tiempo que en disfrute plácido de las atracciones del lugar, hacen crecer la distancia y la preocupación. ¿Será por el mal clima? ¿Se habrá formado en el Atlántico Sur un temporal de gran magnitud, una especie de tormenta diabólica, para aguar el viaje? Un doble retraso del vuelo, ¿conforma una casualidad o un complot anti argentino acordado en las sombras entre la naturaleza y aquellos inquilinos?
Pero todo pasa, las horas también y, al fin, es la hora señalada. Sin embargo, las cosas no parecen fluir. Ya en el Aeropuerto Internacional Piloto Civil Norberto Fernández, ya sobre el avión y con los cinturones de seguridad ajustados, el suspenso encuentra la forma de prolongarse una vez más: un inconveniente con la carga del equipaje y su distribución en la bodega alarga el silencio nervioso del despegue. La dilación propicia que el diálogo entre desconocidos se abra como una red arrojada a la pesca común de la queja y la especulación. Nunca vamos a ser felices, parece que nos decimos unos a otros, sentencia que se disipa ni bien los neumáticos de la aeronave dejan de rodar sobre el suelo de Río Gallegos.
El trayecto que une la Argentina continental con Puerto Argentino dura apenas 50 minutos, es lógica y absurdamente corto, ridículo si se lo contrasta con la lejanía en la que, en el imaginario nacional, tenemos ubicadas las islas. Una vez alcanzados los 10 mil pies, el capitán da aviso y solo hay tiempo para apurar un café aguado y mirar con bronca domesticada a los británicos sentados alrededor. No es (necesariamente) tirria, es la devolución de la mirada de hastío que recibimos al abordar y completar las butacas de una cabina que venía incompleta desde Punta Arenas y, antes, desde Santiago de Chile. Decir que prima la cortesía entre los pasajeros sería no una mentira pero sí una exageración. Convivimos porque eso es todo lo que se puede hacer dentro de un avión —axioma que podría discutir entre risas Dardo Cabo o cualquiera de los compañeros del Operativo Cóndor, la aventura nacionalista de 1966.
Las demoras repetidas cancelan nuestra ilusión de ver desde la altura nuestras islas gofradas en la llanura azulada del Mar Argentino. Apenas sus bordes se dejan desnudar entre nubes y la caída insoslayable de la noche, conforme el avión hace su descenso. Los tripulantes comienzan a entregar papeletas migratorias, pero a mitad de camino una azafata con labial Ruby Woo se da cuenta de que no hay para todos, y no se hace ningún problema. Anuncia que Mount Pleasant, el punto de arribo, es una instalación militar en donde tomar fotos o grabar videos está prohibido. No le importa si obedecemos, solo quiere dejar de sonreír y sacarse los tacos.
Minutos después, el tren de aterrizaje sale del vientre del avión y toca Islas Malvinas con la suavidad de una caricia que se anhela hace mucho. No se oyen aplausos, no se respira excitación, lo que se siente es algo que semeja al alivio. Creo que tengo lágrimas en los ojos y, aunque evito el contacto visual con mis compatriotas, no creo ser la única. Cuando, por reflejo, miro a través de la ventanilla, se asoma el cuerpo brutal de un Voyager de la Royal Air Force. Es una máquina de guerra que no hace sino subrayar la importancia y la magnitud del lugar en el que estoy. Le saco una foto o dos o quizás ninguna —la imprecisión es adrede, porque en la vida cualquier cosa, menos regalarse.
Sobre la pista, el camino hacia la única terminal del aeropuerto —una construcción primaria inspirada en la más fina arquitectura de refugios para ganado— está demarcado por militares armados que hacen su performance de control y amedrentamiento, con un rictus que de ninguna manera anuncia la desprolijidad venida a continuación. La falta de infraestructura, el amateurismo y la displicencia lenta y dedicada de las autoridades para con todos, en general, y para con los argentinos, en particular, presenta al control migratorio y la revisión del equipaje como una nueva prueba en el juego de la oca tendido a la paciencia criolla. Eso sí: la imagen de una isleña frotando con un trapo húmedo las suelas de mis borcegos la atesoro en mi corazón. For security, dice, un alegato que, al día de hoy, y con controles fronterizos más que pintorescos en mi haber de viajera, no termino de comprender.
¿Pasan dos horas entre que llegamos, atravesamos la burocracia aeroportuaria y salimos hacia la explanada mínima del estacionamiento donde aguarda el micro que debe hacer los 43 kilómetros hasta el hospedaje? ¿Pasan tres? ¿Pasan cuatro? Lo que sí pasa es que la batería del colectivo falla una y otra vez, y el motor no arranca. El chofer, chileno, antipático, desprovisto de herramientas, no hace más que mostrar su impotencia, y solo acepta asesoramiento de un marino inglés retirado, de pelo blanco y gestos duros. Luego de un intento de reparación que deja sus manos llenas de grasa, asume la derrota frente a los laberintos de la mecánica mientras las cenizas de su virilidad se esparcen con el viento, ante la mirada gozosa de algunos veteranos argentinos. El hilo rojo que une a Chile con Inglaterra es más bien una autopista de colaboración y servicio. Una predisposición al trabajo sucio de maltrato al argentino por parte de trasandinos con más simpatía pinochetista que con ansias de hermandad latinoamericana.
Otra vez esperar. A que alguien cargue la batería del bus —¿quién? ¿con qué? ¿qué clase de base militar no tiene a disposición un cable puente?— o a que llegue desde Puerto Argentino —Stanley, según quién nombre el nombre— un transporte suplente. La mala leche reúne al contingente y el frío cobija vibrante y misterioso, nos hace estremecer como un amor de primera vez. Cansados y con hambre, con un adoquín de ansiedad dentro del pecho y la bronca de estar de rehenes bajo la madrugada austral, los comentarios irónicos sobre el mal funcionamiento de las cosas bajo dominio inglés se abren paso con facilidad. El grupo de 4 o 5 empleados somnolientos de seguridad que nos custodia —todos con pecheras de la Falkland Island Company, el consorcio monopólico de las islas—, apenas nos permite ingresar a la terminal para usar el baño. Algo que, por supuesto, hacemos, no tanto por necesidad fisiológica sino por la necesidad de hacer algo, ya sea ver en qué sentido gira la descarga del inodoro en esa latitud o crear la ilusión de que el tiempo no pasa tan lento si uno se distrae o se pierde en la nimiedad de las cosas.
En el baño de mujeres, amurada a los mosaicos, veo una viñeta encuadrada más o menos así: ante la puerta cerrada de un cubículo, dos mujeres conversan en la zona del lavamanos, muy parecido al que tengo a pocos metros. El remate de la ilustración, en inglés, consigna: “Nunca se sabe quién está escuchando. Mantené secretos tus secretos”. Tomo una foto o dos o ninguna de lo que se supone es una pieza de humor gráfico —¿machista, perversa, o acaso ambas?— para comprobar, días después, que la captura salió horrible y movida, impublicable y sin arreglo, un castigo pequeño a una desobediencia diminuta.
Me pongo a rumiar la advertencia de espionaje y la asocio a las varias que recibí antes de viajar, de boca de otros malvineros. Ojo que sos argentina, vas a estar vigilada desde que entres hasta que salgas. Ojo que no sos ni libre ni bienvenida. Ojo con los chilenos, se dice que muchos trabajan para los servicios de inteligencia. Ojo con lo que lleves, ojo con lo que quieras traer. Dicen que los paranoicos siempre tienen razón, pero ¿somos nosotros o ellos los maestros de las maquinaciones maliciosas? ¿Tan importantes somos los argentinos que merecemos toda esta atención y vigilancia? ¿Tan importantes son ellos para creer que viajamos para espiarlos?
El frío se cierne implacable sobre nosotros con la misma fuerza que el cansancio, entonces me hago un bollo sobre mis pensamientos y el asiento del colectivo roto. ¿Pasan dos horas? ¿Pasan tres? Eventualmente, la luz del vehículo que viene a nuestro rescate se aproxima sobre la negrura de la ruta, y nuestras esperanzas se reavivan. Salimos al fin del aeropuerto para llegar al hospedaje, hambreados, a unas bandejas de fiambre y rebanadas de pan, al calor del café instantáneo y el confort hotelero. Aquerenciado por el derrotero del viaje, el contingente se desintegra y cada uno se escabulle a su habitación a rendirse a las sábanas blancas del sueño malvinense.
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A todo texto le llega el momento triste de la obviedad. Así que acá va, como para sacarlo del paso y continuar. Ningún argentino viaja a las Islas Malvinas con el disco duro en cero. El grueso lo hace con el peso de la historia, con una marca en la genealogía o bajo la insistencia desbocada de una pasión. Esa carga, fundada en la ocupación inglesa de enero de 1833, renovada con la Guerra de 1982, se mantiene viva en el rechazo y la oposición.
Sin embargo, la narrativa de odio y enemistad instalada entre argentinos y falkland islanders ingresa en una especie de suspensión durante los 7 días que uno pasa en las islas. No quiero decir que esté todo bien. Lo que digo es que la tensión es sostenida con rigor por ambas partes, lo que reduce las fricciones a expresiones mínimas, más producto de las restricciones legales —no flamearás tu bandera albiceleste— y el interés —no hay moral que se oponga a la entrega de divisas— que de la buena onda y voluntad. Ese contrato más o menos manifiesto entre unos y otros ordena la escena: el peyorativo argie se escucha mordido y a espaldas; las señas obscenas, como un fuck you pueril y boludón, limitan su esgrima a la distancia y la velocidad del interior de un vehículo.
¿Qué es un kelper? Alguien que necesita al argentino para ser
Hay un negocio rentable entre la bronca y la impotencia isleña que redunda en que los argentinos paseemos abrigados como por algún bosque todavía no incendiado de la Patagonia. Con la tranquilidad que concede lo imposible, leemos el mensaje que se nos dispensa en inglés desde la ventana de una casa cualquiera. Dice más o menos así: “A la Nación Argentina y su pueblo. Serán bienvenidos en nuestro país cuando abandonen su reclamo de soberanía y reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación”. En mi caso, le saco una foto al cartel, les deseo suerte con eso y camino hasta el Victory Bar, sobre Philomel Street, a tomar una Guiness helada. Un señor panzón me atiende sin restos de simpatía, pero un gato negro subido a la barra se acerca a pedirme caricias, caricias que por supuesto le concedo. El cantinero observa cómo el muro de la antagonía se resquebraja con una demostración de amor sencilla, sin cálculo. De una forma dolida y rebuscada me sonríe. Le devuelvo el gesto mientras trato de estimar cuánto de sí mismo perdería sin la vena de odio. ¿Qué es un kelper? Alguien que necesita al argentino para ser. Y acá marco el fin de la obviedad.
Pero los isleños mantienen algo así como relaciones tóxicas no solo con nosotros. Lo hacen con todo aquel a quien consideren un cuerpo extraño, es decir, con todo sujeto que no pueda ufanarse de ser cuarta o quinta generación de falkland islander, una credencial compartida ya en el apretón de manos o apenas comenzada una conversación, aunque sea de poca cuantía. Son las marcas de 1982 las que los llevaron a surcar de una punta a otra el andarivel de la alta estima, uniendo la posición del olvidado y la del asediado en un puñado de brazadas. No solo por los incesantes reclamos argentinos de soberanía sino por los intereses geopolíticos de las potencias y los avatares de un siglo todavía nuevo. ¿Qué es un paranoico? Alguien que interpreta de manera patológica los acontecimientos reales. Alguien que cree que un complot secreto se trama en su contra. Alguien que se siente en el centro de una escena que indefectiblemente lo perjudica.
Una mañana cualquiera, soleada y con un viento atroz, me pongo a charlar con una empleada hotelera de unos sesenta años, con quien encuentro terreno común en la pavada de compartir nombre —su nombre de pila es mi segundo nombre. Me cuenta que dejó su departamento para achicarse a un monoambiente, que todavía no está lista para la jubilación, que viajar a Europa siempre resultó carísimo y que una vez, hace muchísimos años, pasó una noche en Buenos Aires sin animarse a salir del hotel para conocer la ciudad. En un momento que no puedo precisar, la señora afirma convencida que ahora, en las islas, están ante y bajo los influjos de la integración global.
«We’re multicultural now”, dice en realidad y me detengo sobre su tono para intentar descifrar lo que sucede entre kelpers y migrantes, entre la vida predecible y el movimiento errático de lo desconocido. ¿Le gusta a Mandy esa influencia? ¿Está orgullosa de la multiculturalidad? La diferencia con el otro, ¿la acerca o la aleja del resto del mundo? ¿Qué piensa de los filipinos, de los zimbabuenses que, en vuelos sin final, atraviesan continentes para establecerse y trabajar en el suelo que ella cree propio? Su rostro pequeño comunica incomodidad y quizás disgusto. El volumen de su voz desciende casi hasta al murmullo. Se refiere a los migrantes como “these people” (esta gente) y reniega, entre otras cosas, de que su único interés sea el de “hacer dinero”. No hay valores como los suyos, pareciera decir, y confiesa extrañar la época en la que allí eran menos (de los 3662 habitantes* que son ahora en las islas). Es evidente que no se atrevería a abandonar ese reflejo defensivo —que no se ejecuta sino a través de una ofensiva permanente—, porque es parte de su constitución. Lo que Mandy quiere que yo entienda, en definitiva, es que para un kelper nadie mejor que otro kelper.
Ahora bien, ¿ofrecen los isleños a los migrantes algo más que el permiso de trabajo? La respuesta a esa pregunta no formulada me la daría otra trabajadora hotelera, esta vez de veintipico y proveniente del candor asiático de las Filipinas: no hay nada para mí en las islas, no tengo futuro acá. La queja sobre la falta de sociabilidad y esparcimiento, sobre el costo exorbitante del alquiler, sobre la cerrazón identitaria de todo isleño salpica su discurso en un inglés con acento encantador. Entonces sí, tal como alega Mandy —porque un paranoico, además, siempre tiene la razón—, solo le resta hacer dinero. Dinero que envía a su familia en giros mensuales para la construcción de su casa.
¿Y la relación entre colonos y colonizadores? A contrapelo de la luna de miel que imaginamos en el continente, las fricciones entre ingleses y kelpers guardan dimensiones pasionales e históricas. Quien me desasna es una falkland islander valerosa, con una rama irlandesa en su genealogía, al volante de una Land Rover que se abre paso por el terreno escarpado del Monte Dos Hermanas, cuesta arriba y bajo un temporal que amenaza con partir la tierra en dos. ¿Cuánto demoró en restablecerse “la vida normal” después de la Guerra?, le pregunto desde el asiento trasero, en medio de la conversación atravesada por los sonidos salvajes del mal clima. Y Linda, que en 1982 era una jovencita de la zona rural de la Isla Gran Malvina —de Puerto Mitre o Port Howard, según quién nombre—, desatiende su labor de riesgo, gira hacia mí y contesta con la precisión de un refucilo: “¿Vida normal? Nunca volvimos a tenerla. Después de la invasión argentina, vino la invasión de los británicos. Todo se terminó para nosotros”.
Compenetrada de nuevo en el camino, Linda repasa escenas de la guerra: el respeto de nuestros soldados para con las mujeres locales, ella incluída, frente a la prepotencia, abuso y sentido de propiedad que se normalizó con la llegada de las tropas de Margaret Thatcher; las confrontaciones que su padre debió soportar, de parte de otros kelpers y británicos, por haber alimentado a un regimiento de argentinos, faltos de su provisión; la imposición de nuevas reglas, bajadas desde el norte, como la construcción de una base militar que, sospechan, no es para protegerlos. ¿Qué es un inglés? Alguien que no salta más que por interés propio.
El corazón de un viaje late cuando menos se lo espera y aquel viernes de noviembre, mi última jornada en Islas Malvinas, lo hizo en la forma de un saber compartido. Como un puente tendido en lo inesperado.
*El número fue sustraído de un ejemplar del Falkland Island Newsletter, edición abril 2023, con los datos del último censo realizado en Islas Malvinas en 2021.