Davos, Haití y la doctrina del shock

Por Andy Robinson*

Foto: Puerto Príncipe, Haití, 1987 (Alex Webb)

 

Mientras Bono, inmerso en una venta agresiva de su Fondo Global de África, recorría los pasillos del Davos Congress en el WEF (World Economic Forum) de enero del 2010, otro filantrocapitalista irlandés, Denis O’Brien, tenía algo aún más atractivo en su cartera que ofrecer: el terremoto de grado siete en la escala de Richter que había acabado con la vida de 316.000 personas en Haití dejando a un millón de haitianos sin techo, dos semanas antes del Foro Económico Mundial. En la vieja tradición de Davos, O’Brien —otro Tigre Celta de dientes afilados en los sectores inmobiliario, medios de comunicación y telecomunicaciones— ofrecía oportunidades no solo de negocio sino también de redención filantrópica en los escombros de Puerto Príncipe.

El foro del 2010 se había visto ensombrecido por las noticias de una catástrofe que había sacudido a un país ya asolado por la pobreza. Pero los Davos Men pronto vieron la luz en las sombras de Puerto Príncipe. Los desastres naturales, a fin de cuentas, eran maná del cielo en Davos. Proporcionaban el trasfondo perfecto para la mezcla de compasión lacrimosa y beneficios de la shock doctrine que resumía la filosofía Davos. Doctrina del shock porque, como reveló Naomi Klein en su libro del mismo título, no hay desastre natural que no ofrezca jugosas oportunidades de negocio camuflado por la filantropía en la que Davos estaba especializada. Y O’Brien era la persona indicada para ese cometido. Había amasado una fortuna personal de 5.000 millones de dólares en la industria de la telefonía móvil, primero en Irlanda, y luego en el Caribe, América Central y en el Pacífico desde Papúa Nueva Guinea hasta las islas Fiji. En Haití, su compañía Digicel, con sede en el paraíso fiscal de las Bermudas, tenía dos millones de clientes, más del 60 % del mercado… una cuota que, tras distribuir miles de teléfonos inmediatamente después del terremoto, subiría aún más. Porque nadie como O’Brien entendía la filosofía del shock doctrine. Tras el golpe de Estado en Fiji en el 2006, «todo el mundo me decía: “¡No vayas! Es peligroso” —manifestó O’Brien en una entrevista a Forbes magazine—. Pero ése es exactamente el momento en el que hay que entrar». Y el terremoto le ofrecía el momento exacto para entrar hasta el fondo en Haití. Como ironizó un enviado de la ONU en declaraciones a la periodista de Rolling Stone Janet Reitman durante una visita a Puerto Príncipe en el verano del 2011: «Desaprovechar un desastre es una cosa terrible». Había quienes en Davos se atrevían a pronunciarla sin deje de ironía. El líder mediático y ex Young Global Leader del WEF Matthew Bishop, de The Economist, al que ya hemos conocido en este libro, anunció en su blog philanthrocapitalism.net que «el desastre natural de Haití proporcionó una prueba importante para el filantrocapitalismo […] una terrible tragedia también supone una oportunidad para el pensamiento creativo». Esto era Davos en su esencia más pura.

En el tercer día del WEF del 2010, acudí al auditorio principal del Congress para asistir al gran evento humanitario en apoyo a Haití. O’Brien estaba sentado en la sala principal del Congress de Davos junto a Bill Clinton, cuya Clinton Global Initiative era uno de los principales fondos involucrados en la reconstrucción de Haití. Meses antes del terremoto, Clinton había sido nombrado enviado especial de la ONU a la maltratada isla caribeña y ahora se hacía cargo de los trabajos de reconstrucción en directa colaboración con el departamento de Estado, ahora bajo el mando de su esposa Hillary. El eslogan sería Build back better (Reconstruir mejor), lo cual era en cierto modo una ironía puesto que el diseño del desastroso plan de desarrollo anterior en Haití también era responsabilidad, en gran parte, de Clinton y sus administraciones de los años noventa. Clinton y O’Brien constituían un ejemplo de Davos Men de los más compenetrados. En el año 2008, O’Brien había donado 50.000 dólares a Clinton Global Initiative; por su parte, el ex presidente citaría a O’Brien como fuente de una de sus cinco mejores ideas del nuevo siglo en un artículo portada aparecido en Time magazine y, en el 2012, lo nombraría ciudadano global de la Clinton Initiative. Y cuando Bill Clinton batió todos los récords en el circuito global de conferencias al cobrar 750.000 dólares por dar una charla en Hong Kong no era casualidad que el anfitrión, Telefonaktiebolaget Ericsson, fuese el único proveedor mundial de infraestructura telefónica a Digicel. No era de extrañar, pues, que Clinton, durante el acto de ayuda a las víctimas del desastre en Haití se deshiciera en elogios hacia el hombre de negocios irlandés: «Quiero que todos ustedes, quienes tengan un proyecto de inversión, pasen por la mesa Haití que hemos instalado en la entrada de la sala —pidió Clinton ante una sala abarrotada de multimillonarios—. Sigan el maravilloso ejemplo de Denis O’Brien», añadió.

 

 

Los lectores de La doctrina del shock o los fans de la versión cinematográfica del libro realizada por Michael Winterbottom, tal vez adivinen el desenlace de la historia. En su libro, Naomi Klein argumenta de un modo bastante convincente que las catástrofes naturales como el tsunami que asoló el Sudeste Asiático en el 2002 o el huracán Katrina de Nueva Orleans en 2005 crean oportunidades para la entrada agresiva de la inversión privada y la adopción de técnicas de mercado que jamás habrían sido posibles sin el desastre. «Estaba claro que se trataba del nuevo método por el cual las multinacionales podían lograr sus objetivos —escribe Klein—. Aprovechar el momento de trauma colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas económicas y sociales de carácter radical.» Cualquier desastre se convertía en una oportunidad para romper arcaicos obstáculos sociales o institucionales a la obtención de beneficios privados. En el caso del Katrina, facilitó la entrada de escuadrones de mercenarios privados para proteger las mansiones, se privatizaron escuelas públicas, y la evacuación allanó el camino para la construcción de viviendas destinadas a nuevas comunidades con mayor poder adquisitivo que las tradicionales residencias afroamericanas. Tras el tsunami, aquellos pueblos de pescadores en países como Tailandia y Sri Lanka que durante décadas habían resistido contra viento y marea la llegada del turismo comercial fueron arrasados por el maremoto, y pronto aparecieron en su lugar complejos de turismo de lujo y hoteles Four Seasons, destinos paradisíacos para que los Davos Men working rich disfrutaran de sus escasos momentos de ocio. Klein hizo referencia al término Davos Dilemma —acuñado por Martin Wolf en el Financial Times en el 2006 según el cual el crecimiento económico, bajo el modelo de globalización benigna de mercado, dependía cada vez más de shocks políticos bélicos y desastres naturales que creaban las condiciones necesarias para derribar los obstáculos que entorpecían la consecución de beneficios. Dos años después, la crisis había frenado el crecimiento económico y la necesidad de shocks y nuevas fuentes de beneficios nunca había sido tan grande.

Desde el estrado de Davos 2010, ante un público integrado por los consejeros delegados de las compañías multinacionales, gestores de fondos de inversión libre y otros empresarios multimillonarios, O’Brien pidió un Plan Marshall para Haití e invitó a los Davos Men a invertir sin complejos. «No lo hagan por razones altruistas sino por motivos económicos», instó a los billionaires allí reunidos. Hizo hincapié en el potencial lucrativo de la isla en cada eslabón de la cadena de valor: desde hoteles de lujo y turismo de cruceros hasta talleres de confección textil y locutorios de llamadas telefónicas. En tanto que promotor inmobiliario de complejos de viviendas y campos de golf en España y Portugal, O’Brien podía presumir de cierta experiencia colonizadora en nombre del Davos Man. «¡Quiero todo de seis estrellas, vamos a reconstruir mejor el club del golf!», había proclamado en un vídeo de promoción del superlujoso Catalunya Resort con 36 hoyos en Caldes de Malavella en Girona (España) preestrenando el eslogan build back better de Haití. Ahora estaba invitando a los empresarios globales con conciencia a desarrollar las «playas preciosas» en el norte de Haití, siguiendo el ejemplo de las cadenas de hoteles Best Western y Choice, sin olvidar la compañía de cruceros de Miami, Royal Caribbean, que había causado estupor en Haití al continuar sus visitas a las playas de aguas cristalinas en el norte de la isla mientras decenas de miles de cadáveres aún yacían bajo los escombros de Puerto Príncipe. «Yo no soy la agencia estatal de promoción, pero si usted viaja a Haití, le mostraré lo que es posible», dijo O’Brien al público selecto del WEF. Posteriormente, revelaría a un periodista de Reuters que su modelo de filantrocapitalismo estaba inspirado en los ejemplos de dos Davos Men, participantes incondicionales del WEF: el anglo-sudanés Mo Ibrahim y el magnate indio Sunil Bharti Mittal. Mediante lucrativos contratos de telefonía móvil en África, Ibrahim amasó una fortuna de 3.400 millones de dólares al vender su empresa Celtel y creó la Fundación Mo Ibrahim para mejorar los sistemas de gobierno en África. Mittal invirtió los beneficios de su empresa de telefonía móvil para crear su fundación filantrópica. «Ellos me dieron el concepto», dijo O’Brien a Reuters.

 

 

(…) En su sesión informativa a los Davos Men desde la tribuna del Congress, O’Brien hizo hincapié en que podían beneficiarse no solo de mano de obra más barata que China sino también de atractivas exenciones fiscales pese a que los ingresos en Haití por este concepto fuesen uno de los más bajos del mundo, de sólo el 10 % del PIB. Cuando el Gobierno haitiano anunció un aumento de impuestos en las llamadas de telefonía móvil, un mes antes del terremoto, O’Brien había protestado e incluso amenazado con retirar sus inversiones. Tras el desastre, Digicel acabaría ampliando su negocio en Haití hasta tal punto que llegaría a ser el mayor contribuyente corporativo al fisco haitiano, un hecho convenientemente destacado en decenas de reportajes sobre O’Brien, en una cobertura mediática del empresario irlandés que rozaba la adulación. No obstante —según Wilentz—, un alto funcionario del Gobierno haitiano declaró que «Digicel tuvo que ser convencido con coerción para que pagase todos [los impuestos] que debía». El plan de Clinton y O’Brien de reconstrucción mejor «simplemente excluye al Estado», dijo Mark Weisbrot, codirector del Center for Economic Policy Research de Washington. Según Reitman, periodista de Rolling Stone, los integrantes del equipo de los Clinton en Haití —uno de ellos fichado directamente de la fundación filantrópica de Bill y Melinda Gates— tienen fama de ser «increíblemente arrogantes» y han excluido a los ministros del Gobierno haitiano de sus reuniones.

Los llamamientos de Clinton y O’Brien en Davos aquel 2010 pronto dieron sus frutos. Tras una movilización mundial de donativos, cientos de millones de créditos blandos del FMI y una campaña de la ONU que recaudó 1.400 millones de dólares en ayudas gubernamentales, «hay oportunidades en la desgracia», opinaba el asesor financiero Scott Rothbort unos meses después del terremoto. «Empresas de construcción, de energía, servicios médicos van a estar en la vanguardia de la reconstrucción», señaló, destacando los nombres de posibles inversores: Caterpillar, General Electric, Deere, Fluor… Jeremy Scahill, autor del libro Blackwater, que denunció los nuevos ejércitos de mercenarios desplegados en Iraq y Afganistán, advirtió que diversas firmas de seguridad militar en Estados Unidos habían rubricado contratos millonarios para «proteger» a los equipos de ONG globales y medios de comunicación emplazados en Puerto Príncipe. «Haití es un tarro de miel y hay muchas moscas», comentó Klein en una entrevista a Newsweek. A mediados del 2010, la autora de Shock doctrine instó a los responsables de la reconstrucción a «que congelaran la concesión de contratos privados hasta que los haitianos puedan participar en un plan nacional de reconstrucción», haciendo énfasis en la seguridad alimentaria en un país que tras ser autosuficiente en alimentación en los años sesenta, ahora importaba el 60 % de lo que consumían. Pero el nuevo plan ya estaba en marcha y se parecía mucho, demasiado, al viejo. El Clinton presidente —hasta el año 2000— ya había presionado a Haití a industrializarse y a urbanizarse bajo un plan de desarrollo «asiático» elaborado por el economista británico —y habitual participante en Davos— Paul Collier, quien propuso establecer cientos de maquiladoras textiles en Haití para competir con China y Bangladesh. Miles de campesinos abandonaron el campo, y a consecuencia de ello, se desplomó la producción de arroz autóctono en Haití, que fue sustituido por el llamado Miami rice, arroz subvencionado por el gobierno federal estadounidense cultivado en Florida (la famosa llamada que interrumpió una sesión entre Clinton y Monica Lewinsky en 1994 era de uno de los poderosos arroceros Fanjul de Florida solicitando protección al presidente). El llamado Plan Americano para Haití «incluía la conversión de la economía agrícola de Haití en una economía de cash […] el dumping de arroz estadounidense destruyó la producción doméstica y forzó a la gente a abandonar sus parcelas en las provincias para trasladarse a Puerto Príncipe, donde el 12 de enero de 2010 miles de ellos fueron aplastados en sus barriadas hacinadas», explica Wilentz en Farewell Fred Voodoo.

 

Aunque Clinton finalmente reconoció el error del Miami rice, su plan de reconstrucción tras el terremoto se basaba en la misma idea: ofrecer incentivos a compañías multinacionales para asentarse y explotar la mano de obra baratísima en Haití, donde tres cuartas partes de la población ingresan menos de dos dólares al día. En noviembre del 2011, Clinton inauguró un nuevo parque industrial de Caracol en el norte de Haití, donde la principal empresa de confección de ropa surcoreana Sae-A Trading se comprometió a establecer una nueva planta con la condición innegociable de fijar una rebaja en el salario mínimo haitiano en el sector textil: de 61 centavos de dólar la hora a 31 centavos por hora, es decir, tres dólares por una jornada laboral de diez horas. Clinton resaltó en su discurso «el impacto positivo de la inversión extranjera para reconstruir mejor» y anunció la creación de 20.000 empleos en el parque. Sin embargo, como advierte Wilentz, en tiempos pasados ya se había apostado por las maquiladoras en Haití, sin resultados positivos. «Si estos proyectos de maquiladoras van a ser el modelo para el futuro económico de Haití, simplemente crearán más generaciones en el futuro de mano de obra con salarios de subsistencia», advierte. El plan Clinton destacó otras áreas de desarrollo económico extraídas del previsible cajón de los economistas de desarrollo del Banco Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo, a saber: piscifactorías; generación de energía renovable; plantas de procesamiento de mangos para la exportación…, todo lo que permitiría a Haití integrarse en el gran mercado global. Pero la vanguardia de la shock doctrine residía en las multinacionales mineras, principalmente de oro, lideradas por la estadounidense Newmont.

O’Brien, entre tanto, se convirtió en el empresario más querido del país. Convirtió Digicel en una empresa multifuncional que reconstruyó en tiempo récord el emblemático Marché en fer, mercado de hierro, en Puerto Príncipe, y ayudó a construir decenas de escuelas. En el año 2012 había invertido 600 millones de dólares en la economía haitiana. El logo rojo de Digicel se convirtió en un emblema más apreciado que la bandera nacional, según Reitman. En el documental From Haiti’s ashes [De las cenizas de Haití] que la BBC retransmitió en el 2011, pueden verse escenas de gran emoción cuando el equipo de la empresa pasea por los barrios de Puerto Príncipe. «Digicel m’a passe (Digicel ha pasado delante)», repite una mujer mientras baila. Las reacciones «evocaron la sombra curativa de san Pedro —advertía Ed Vulliamy en The Observer. Y añadió—: En un momento en el que figuras como Bill Gates o George Soros están invirtiendo parte de sus fortunas en ayudar al desarrollo y mejorar la salud global, el proyecto de reconstrucción de O’Brien del mercado de hierro en Haití es un emblema en miniatura de la privatización de la política humanitaria». El espíritu filantrocapitalista de Davos ya tenía carne, hueso y grasa en el corpulento físico del empresario irlandés. Patrick Forbes, el cineasta que filmó el documental, calificó a O’Brien de «hombre apisonadora» y de «Rockefeller posmoderno». Pero en Farewell Fred Voodoo Amy Wilentz señalaba que Digicel gestionaba el viejo mercado en una alianza pública-privada con el Estado haitiano que, al menos en el primer año de gestión, excluyó totalmente al Gobierno de Haití. «Haití ha sido un buen negocio para O’Brien —escribe—. Tienes la sensación de que bajo esa imagen desenfadada que proyecta se esconde un tipo duro, y esa dureza proviene de proteger sus intereses en cada momento, de blandir el poder y de saber que otros harán lo que él dice […]. Toda la gente de Digicel hablaba de O’Brien con reverencia, pero todos los demás hablaban de […] su mal genio, de su intenso deseo de controlarlo todo y de la gestión totalmente disfuncional dentro de la empresa». Ese mal carácter se había puesto de manifiesto cuando el ex presidente René Préval adjudicó la principal licencia de telefonía fija a la empresa vietnamita Viettel. Digicel tuvo que ejercer toda su influencia para que el más maleable Michel Martelly ganase las elecciones celebradas en noviembre del año 2010. Mientras los líderes mediáticos aplaudían los proyectos humanitarios de Digicel y del nuevo Rockefeller, el volumen de negocio de Digicel en Haití subía un espectacular 39 % cada año. Donagh Brennan, el editor de Irish Left Review, lo compara con los empresarios colonialistas del siglo XIX, aunque matiza: «Lo que le diferencia de los constructores de imperios del pasado es que jamás repatriará sus beneficios a su país de origen».

(…)

En el Davos de enero del 2012, mientras los directivos de Monsanto y de Syngenta, la otra gran multinacional de semillas y pesticidas que acude sin falta a los WEF, debatían sobre su nueva visión de la agricultura global, el recién elegido presidente haitiano Michel Martelly viajó a Suiza en el Gulfstream privado de O’Brien, el mismo avión en el que suele volar Clinton. Con aquella frase tan emblemática de Davos, la misma que O’Brien había pronunciado en enero del 2010, Martelly anunció ante otra conferencia de solidaridad empresarial con Haití celebrada en el Congress de Davos: «Haiti is open for business». A continuación, Martelly y O’Brien volaron a Dublín, donde el presidente elogió de nuevo a O’Brien: «Haití es una pasión para él; lleva en su alma y en su corazón proteger a Haití». Algunos incondicionales de Davos ya habían respondido al llamamiento a hacer negocios en Haití. Heineken se hizo con la cervecería nacional (Brasserie Nationale d’Haiti), y Digicel, tras su éxito en el mercado del hierro, firmó un contrato con la cadena multinacional Marriott para edificar un hotel de cuatro estrellas y 175 habitaciones en Puerto Príncipe. O’Brien, sin duda, logró convencer a los medios internacionales de que era el salvador de Haití. The New York Times lo calificó como el «embajador de facto de una emergente estrategia centrada en negocios para el desarrollo de Haití» y por Reuters como «un faro en el mundo de los emprendedores». El irlandés era uno de los «reyes blancos de Haití, un club informal, una sociedad de administración mutua», ironiza Wilentz, un club selecto que cuenta con socios como Bill Clinton, Sean Penn (el actor de cine que gestiona un campamento de refugiados en Haití), y el belga Maarten Boute, número dos de Digicel. Dejando a un lado al Estado, ellos eran los responsables de un proyecto de reconstrucción único en la historia por «la influencia desproporcionada que las corporaciones extranjeras ejercen ya sobre el futuro de Haití [en una] reconstrucción impulsada ya no por las necesidades de la democracia sino por las exigencias de los resultados empresariales», sentencia Reitman en Rolling Stone.

Pero los resultados del filantrocapitalismo de la doctrina del shock no habían logrado el propósito de build back better. Ni mucho menos. Gran parte de la ciudad aún era escombros. La cólera había contagiado a un cuarto de millón de haitianos. Tres años después del terremoto, 358.000 haitianos vivían aún hacinados en 496 campamentos, 78.000 de ellos bajo amenaza inminente de desahucio, según datos de Amnistía Internacional. Setenta y dos mil de los habitantes de los campamentos no tenían acceso a agua ni a baños. «Casi nada ha sido reconstruido ni mejor ni peor», resume Reitman. Tan solo el Marché en fer se había levantado de las cenizas, y con sus nuevas estructuras de hierro y cristal —réplicas del edificio original construido en París a finales del siglo XIX—, subió también la aplastante influencia de Digicel frente a un Estado inexistente. Tras ampliar su cuota de mercado en Haití hasta los 4,8 millones de usuarios, la mitad de la población, Digicel tuvo al menos el detalle o la deferencia de alquilar la sexta planta de su sede para dar alojamiento al ayuntamiento de Puerto Príncipe.

 

(Este es un extracto del libro Un reportero en la montaña mágica (Ariel, 2010))

 

* Andy Robinson (Liverpool, 1960) es periodista y licenciado por la London School of Economics en Ciencias Económicas y Sociología. Empezó su carrera periodística tras mudarse a España a fines de los años ochenta. Vivió en Londres, Sabadell, Barcelona, Nueva York y Madrid. Entre otros medios, colabora en La Vanguardia (España). Publicó los libros Un reportero en la montaña mágica (Ariel, 2010); Off the Road. Miedo, asco y esperanza en América (Ariel, 2016) y Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina (Arpa, 2020).

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Bache

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