Kate Bush, los trabajos y las noches

A 63 años de su nacimiento, repasamos la obra vanguardista y popular de la música inglesa.

Foto de portada: Clive Arrowsmith

 

Las autodefiniciones estéticas por parte de un artista siempre son bienvenidas —por pereza o comodidad— a la hora de escribir sobre ellos: Catherine Bush (Kent, Inglaterra, 30 de julio de 1958) nombró a su sexto disco The Sensual World y ese debería haber sido el título de esta nota, de no caer la traducción al castellano en una denotación fácil de erotismo. Sí, el tema homónimo (basado originalmente en el famoso monólogo de Molly Bloom del Ulises de James Joyce) es una exaltación del goce en el encuentro del cuerpo del Otro/a, pero también de la escala mayor del deleite sensorial que brinda la existencia. Esa lupa en lo micro que se funde al mismo tiempo en un gran cuadro macro—como el informe de un día del escritor irlandés— puede ser una buena manera de empezar a acercarse a la obra de Kate Bush, muy sintomática de tensiones dialécticas.

¿Dónde poner a Kate Bush en el mapa de la cultura de rock y aledaños? En primera medida, no sería descabellado traer a cuento a los solistas/cantautores más experimentales de la década del 70, como Peter Hammill, Tim Buckley o Captain Beefheart. Por supuesto, no se pueden dejar afuera sus contrapartidas femeninas, como Nico, Dagmar Krause —Bush tiene una cercanía tímbrica clara con ella— y Yoko Ono, con quien comparte ese motto de llevar la voz humana a sus últimas consecuencias. Ya en los 80 propiamente dicho, su década de esplendor, sus pares más directos pueden ser los cultores del art rock(pop) como David Sylvian, Talk Talk o el propio Peter Gabriel.

A la vez, Bush llegó en términos de popularidad más lejos que la mayoría de ellos. ¿Bowie? No, Kate Bush no fue cambiando de trajes; sin dejar de tomar todo lo que le gustara de donde hiciera falta —como hacen los grandes artistas—, sea literatura (Brontë, Joyce), cine (Tourneur, Truffaut, Kubrick), danza, ¡mimo!, folklore búlgaro/irlandés o tecnología musical de punta, prácticamente creó su propio nicho dentro de la música popular, lo cual nos lleva al siguiente párrafo, no sin antes decir que quizá el punto de comparación más válido sea Prince en su cruce dialéctico de vanguardia y manejo del idioma —y sentir— popular.

Kate Bush en la cultura popular de los últimos cuarenta años es una huella o una impronta donde pisan las (y los) demás, una manera de hacer o encarar las cosas. Cuando Fiona Apple lanza su Fetch the bolt cutters y las reseñas hablan de salto al vacío, los ecos dicen Kate Bush. Esto ya pasaba en los 90 con la aparición de pesos fuertes como Bjök o Tori Amos, que blanqueaban su influencia, pero esto no es una cuestión de género, o no estrictamente, al menos. El repaso de quienes saludaron públicamente el arte de Bush va desde grandes actos experimentales británicos de las últimas cuatro décadas—This Heat, Coil, Cocteau Twins— al hip hop de Outkast, pasando por Suede, Tricky, Erasure, St Vincent, Regina Spektor y demasiada gente —más y heterogénea— para mencionar, entre ellos otro de ascendencia irlandesa que gusta de usar la voz humana como un instrumento, un tal John Lydon.

Mentada la cuestión de género, en primera instancia se puede traer a cuento una vez más la cuestión dialéctica: Bush muchas veces buscó —según ella misma— ganarle en términos de “masculinidad” a los propios hombres a la hora de expresarse, pero al mismo tiempo supo abrazar una idea de femineidad sin caer ni en la cuestión doméstico-sumisa ni en el producto de explotación para calentar a la platea masculina. En segunda instancia, si bien hipotético, hay tufo a techo de cristal con Kate Bush: de ser hombre, seguro se hablaría de otra manera de sus innovaciones artísticas.

Sin más rodeos, a continuación presentamos un recorrido por toda la discografía de estudio de Kate Bush (10 álbumes).

The Kick Inside (1978)

Bush lanzó su debut cuando tenía diecinueve años —¡con algunas canciones escritas entre los quince y los dieciocho!— luego de ser apadrinada por David Gilmour, quien, al escuchar un puñado de sus temas —incluido “The man with the child in his eyes”—, logró convencer a la compañía discográfica EMI de firmar contrato con la artista por cinco discos. Precisamente la canción mencionada marca el pulso general del álbum: abundan las baladas, con arreglos sofisticados y orquestaciones —“Moving”, “The saxophone song”, el éxito masivo “Wuthering heights”, que relanzó las ventas del libro clásico de Emily Brontë, y “Oh to be in love”— y otras canciones con aires rockeros y reggae —“Kite” y “Them heavy people”—, o mejor dicho, con la apropiación del reggae que, especialmente, distintos artistas británicos venían llevando adelante desde mediados de los 70 hasta bien entrados los 80, desde Eric Clapton o The Clash hasta The Police.

Si bien el álbum trabaja principalmente sobre los géneros mencionados, es un trabajo sólido, refinado y maduro, con rasgos muy personales. La calidad compositiva y el talento vocal hacen de The Kick Inside uno de los debuts más impresionantes del art pop, y todas estas cualidades se ven realzadas por la corta edad de la artista. Más adelante vendrá el tiempo de la experimentación.

Lionheart (1978)

Publicado nueve meses después, Lionheart profundiza lo presentado en su debut. El breve tiempo transcurrido entre un disco y otro da cuentas de una continuidad entre las obras. Siguen predominando las baladas con piano y orquestaciones —“In search of Peter Pan”, con referencias a la obra de J. M. Barrie; “Wow”, “Kashka from Baghdad”, “Oh England my lionheart”— y los medios tiempos. Quizás se salga un poco de los moldes con la canción “Coffee homeground”, en la que la composición se torna bufonesca, con aires de marcha, en sintonía con las obras de Kurt Weill y Bertolt Brecht de fines de los años 20.

La voz de Bush suena más templada, sin la necesidad de sobreexplotar sus agudos, como ocurría, por ejemplo, en “Wuthering heights”, de su disco debut. Algunas de las armonías se vuelven un tanto enrarecidas, con leves disonancias, acompañadas por complejidades rítmicas sutiles y contratiempos —“Full house”—, que presagian lo que sucedería en futuros discos, pero el resultado final no fue el esperado ni por la propia artista —quizás sea el disco menos logrado de su discografía—, quien declaró no haber quedado contenta con el resultado, salvo por lo conseguido en la canción “Wow”.

Never For Ever (1980)

Cuando Peter Gabriel le acercó el sampler Fairlight CMI, las cosas cambiaron para siempre para Bush. Never For Ever es un álbum en el que comienza la transformación de su música. Por primera vez toma el control de la relación con su compañía discográfica y, a raíz de esa libertad, se abren las puertas de la experimentación. Las canciones se vuelven arriesgadas, mutando entre géneros, con la utilización de una variedad de instrumentos nunca antes tan bien explotada —balalaika, sitara, mandolina, violines, violas, y el mencionado sampler de última tecnología— y una performance vocal camaleónica —desde el extrañamiento y la furia rockera de “Violin” a la sutil melodía de “The infant kiss”—.

El breve “Night scented stock”, interpretado solamente por Bush, con varias capas de voz y en un estilo similar al del canto gregoriano, es una muestra de la libertad de la compositora a la hora de abordar sus nuevas canciones. Y con “Army dreamers”, “Breathing” y “Babooshka” —clásico absoluto y corte de difusión— se sumerge de cabeza en lo que presentaría en su siguiente álbum, aunque quedaría un paso por dar: desarticular por completo el gancho pop.

The Dreaming (1982)

Con su cuarto álbum, Kate Bush rompió todos los moldes. Por primera vez tomó por completo las riendas de la producción y maximizó la utilización del sampler Fairlight CMI, que pasó de ser un recurso más a un elemento fundante en  la composición de las canciones. La mixtura en la utilización de instrumentos tradicionales —flauta irlandesa, mandolins, didgeridoo, entre otros— con la novísima tecnología que permitía sampleos y loops vocales, refundó la obra de la compositora y la radicalizó. La polirritmia, la utilización de percusión analógica y digital y las texturas y sonidos que entran y salen de las canciones desarticularon el concepto de “canción pop”, con su estructura rígida de “estrofa/estribillo”. Quienes busquen un brillante antecedente de la locura y extravagancia de Björk podrán encontrarla en este disco, enraizado en el corazón de los 80, aunque completamente atemporal —fue ganando adeptos con el paso de los años—.

El ritmo frenético —la complejidad rítmica es una de las grandes ganadoras del disco— del track inicial “Sat in your lap”, junto con las diversas formas de vocalización, provocan un cimbronazo en la estructura que la propia compositora venía construyendo. Y continúa enrareciéndose con el paso de las canciones —“Leave it open“, “The dreaming“— hasta llegar al grand finale con “Get out of my house”, basado en la novela El resplandor, de Stephen King, en la que la estructura queda completamente disuelta, y las voces, gritos y alaridos se complementan de maravillas con las guitarras arpegiadas y distorsionadas.

Hounds Of Love (1985)

La summa de Kate Bush: conservando los saltos sin red de The Dreaming, afinando (aún más) la puntería compositiva, un disco de espíritu progresivo —mala palabra en los 80— dividido en dos suites apto para sonar sin problemas en la radio sin resignar ni un ápice de vanguardia. Entre bajos elásticos como chicle, baterías electrónicas y coros alienígenas consigo misma, elegimos de la primera suite que da nombre al disco el tema homónimo —ojo a esa mise en place: voz, cuerdas en pizzicato, sintes y una batería tribal con gated reverb a mitad de camino entre PIL y Phil Collins—; de “The Ninth Wave” seleccionamos “Waking the Witch”, el tema más extraño del disco, que va de una introducción calma con piano a un groove irregular e irresistible con voces procesadas casi al punto de la destrucción de la performance vocal. Nada de retromanía ni nostalgia ochentera baratas en este registro: es una obra de trabajo cohesiva a la cual volver incontables veces y seguir asimilando tanto su estructura como sus detalles.

The Sensual World (1989)

Si The Dreaming cumple el rol de disco maldito/de culto dentro de la discografía de Bush, The Sensual… debería ser el álbum a descubrir más allá de las elecciones obvias —los tres que lo preceden—. Invitados de lujo por doquier: David Gilmour presta su guitarra, Mick Karn, su bajo fretless —si bien no toca en ese tema, el tema homónimo y su síncopa felina huelen a Japan—, Michael Kamen en arreglos de cuerdas y, at last but not least, el Trío Bulgaka. El ensamble vocal de mujeres búlgaras —del cual Bush venía asimilando sus yeites desde comienzos de los 80— engalana tres tracks con sus arreglos vocales de otro mundo: dos de ellos representan a Sensual… en la playlist, “Never Be Mine” y “Rocket’s Tail”, este último también con la lacerante Stratocaster de Gilmour. Tratándose de un disco parejo —para escuchar de punta a punta—, sí vale especificar que halla sus puntos más altos en las canciones que se arrojan más decididamente a los ambientes celtas o a las ya mentadas exploraciones vocales.

The Red Shoes (1993)

A la hora de referirse al disco que supuso la despedida por doce años de las grabaciones de Kate Bush —y que debe su nombre al film dirigido por Michael Powell, a su vez adaptación de un cuento de Hans Christian Andersen— suele haber quórum: se trata de un registro de estudio discreto, pero no malo. Aun con más invitados que en The Sensual World, repiten Kamen y el Trio Bulgaka y se suman Gary Brooker (Procol Harum), Jeff Beck, Eric Clapton y Prince, en una colaboración que suele ser bastante resistida en internet pero reivindicada en esta nota.

El desfile es de géneros, también —baladas de piano y cuerdas, calipso, blues, tintes celtas—, y en algunos temas no deja de ser curiosa la cercanía de Bush con sus sucedáneas: “Why should I love you” —la colaboración con Prince— suena afín a “Big time sensuality”, del debut solista de Björk de ese mismo año, y “Lily” con su groove demoledor y aires de trip hop que envidiarían unos cuantos exponentes de ese estilo. Este último, y el tema que da nombre al disco —la culminación de la búsqueda en las raíces celtas de la música de Bush—, integran nuestra playlist.

Aerial (2005)

Y sí, la que se va sin que la echen vuelve con un disco doble, de los cuales uno de los dos es un solo tema de 42 minutos. El regreso tras la reclusión en la vida doméstica trae un giro copernicano: si la esencia de la estética de Kate Bush en sus discos clave pasaba por el rol central de su voz y sus posibilidades —y un entorno de samples, bajos fretless y sintes que no funcionaban de colchón/atenuante sino que no hacían más que acentuar su expresividad—, Aerial alumbra un registro vocal menos histriónico y una producción sonora que acompaña esa decisión —o sea, como pasar del expresionismo al impresionismo—.

El nivel alto alcanza a ambos discos —a la altura de sus grabaciones más emblemáticas—, con los aires renacentistas de “Bertie” —dedicada a su hijo— o la suite “An Endless Sky of honey” que ocupa el segundo disco, pero nos detenemos especialmente en “Pi” —teclados y percusión flotante, arreglos vocales alla Steve Wilson en el estribillo, ¿cuándo graban algo juntos?— y en “Mrs. Bartolozzi”, donde Bush encuentra zonas nuevas para su voz y piano (podemos escuchar cómo hace equilibrio sobre su propio hilo de voz cuando pronuncia “Washing machine”). Aparte de ser un temazo, engancha perfecto dentro de la lista con el siguiente disco.

50 Words For Snow (2011)

Y el giro dentro del giro. En el mismo año que editó un disco de regrabaciones de temas de Sensual… y Red Shoes —solo para completistas—, la británica se asoma con un registro decididamente monocromo: donde en Aerial sintetizadores, guitarras, programaciones y contrabajos preparaban un lienzo más bien resplandeciente y extrovertido, 50 words… está centrado mayor —pero no exclusivamente— alrededor de la voz y el piano (con invitados ilustres como Danny Thompson en contrabajo y aportes escasos y atinados de Steve Gadd en la batería).

A su vez, el acercamiento a ambos instrumentos no es el habitual por parte de la cantante: el trabajo de coros tiene más en común con la tradición clásica británica —Britten, Nyman— que con el folklore de Europa del Este y el estilo pianístico exhibe más austeridad jazzística que construcción de acordes a la manera de la música académica. La primera elección para la playlist, “Snowflake”, junto a su hijo Bertie en coros, grafica perfectamente lo dicho. La segunda se desvía un poco para dar paso a algo de estridencia con un invitado e ídolo de la anfitriona, ni más ni menos que Elton John, en “Snowed in at Wheeler Street”, un dueto a la altura de las partes.

 

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Gabriel Reymann

Buenos Aires, 1984. Periodista cultural y artista plástico. Escribe en las revistas digitales ArteZeta, Kamandi, Ouroboros y Nueve Paneles.

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