Franco Battiato, el nómade

Músico de culto reverenciado por Mercedes Sosa, Stockhausen y Frank Zappa. Pionero del rock progresivo en los años 70 y fenómeno bailable en las discotecas europeas en los 80. Lector voraz, interesado por el misticismo y la filosofía oriental, capaz de mechar a Gurdjieff, Wagner y los Rolling Stones en sus canciones. Ídolo de masas en Italia y prácticamente desconocido en Latinoamérica. En casi seis décadas de trayectoria, el artista siciliano (fallecido en 2021) dejó una obra extensa, cambiante y absolutamente original. Para celebrarla, invitamos a seis músicos, periodistas y escritores a escribir sobre ella.


Presentación por Norberto Cambiasso*

En vida, Franco Battiato (1945-2021) no se privó de nada. 

La salida de su Sicilia natal y sus primeros pasos como cantante de música ligera en Milán, apadrinado por Giorgio Gaber, oscilando entre la canción de protesta y la canción romántica. La voluntad experimental a comienzos de los años ’70, guiada por el descubrimiento del sintetizador analógico VCS3 y las sonoridades electrónicas. Sus colaboraciones con Osage Tribe, Capsicum Red, Juri Camisasca y Telaio Magnetico, entre otros puntales de una escena progresiva italiana agrupada en torno a la etiqueta BlaBla. Su trilogía para Dischi Ricordi al promediar la década, del collage sonoro al minimalismo en búsqueda de una voz propia en el abigarrado panorama de la música contemporánea, que le valdrá a la postre el premio Stockhausen en el Festival pianístico de Brescia y Bergamo. Su encuentro providencial con Giusto Pio, exquisito artífice del sonido avant-garde, con quien dará el salto hacia las movedizas arenas del pop a finales de aquellos años efervescentes. Una nueva idea de canción que alcanzará un ápice inicial con La voce del padrone en 1981, el primer álbum italiano en vender más de un millón de copias. Un tema de ese disco, “Centro di gravità permanente”, inspirado en las enseñanzas del filósofo Georges Gurdjieff, lo convertirá en estrella de todas las discotecas europeas, en pleno despertar de la fiebre por la música tecno. La participación a dúo junto a su pupila Alice en el Festival Eurovision con “I treni di Tozeur”. Y una primera cumbre de su nueva carrera de “cantautori” con Fisiognomica (1988), la consolidación de una voz única, que parece violar todas las reglas conocidas en procura de una música verdaderamente universal. Justo cuando parecía retirado del pop, ocupado en la composición de Genesi, la primera de sus óperas.

Asentado otra vez en tierras sicilianas, los ’90 serán años de perfeccionamiento y nuevos desafíos: una carrera paralela como cineasta, el nuevo hábito por la pintura, las tonalidades étnicas de Caffè de la Paix (1993), su asociación con el filósofo Manlio Sgalambro, que redundará en L’imboscata (1996), tal vez su gran disco de la década, más óperas, la trilogía de Fleurs (1999-2008), con versiones orquestales de grandes temas de los años ’50 y ’60. Y tanto más, hasta su retiro en 2019. 

Mojones de una trayectoria inabarcable, que cruza sin dificultades la tradición de la canción partenopea, los impulsos de la música progresiva, los lineamientos de la sinfonía clásica, las resonancias arábigas de su propia ubicación —tan cerca de África, entre Oriente y Occidente, como declara una de las piezas más bellas de su período vanguardista—, la New Wave, el misticismo y la filosofía en una música de autor cuya vocación proteica no tiene parangón en ninguna otra geografía.

Como dije en ocasión de su fallecimiento, tres años atrás: “Un hombre (y un arte) que sabía pulsar las cuerdas más íntimas de la sensibilidad hasta convertirlas en cifra de la más maravillosa universalidad, la de aquellas visiones individuales que ofician como verdades éticas inquebrantables de alcance general y hoy yacen olvidadas en el vetusto cajón de los recuerdos”.

*Crítico musical, ensayista. Autor de Vendiendo Inglaterra por una libra. Una historia social del rock progresivo británico, entre otros libros.


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Por Andrea Prodan* 

En 1979 mi hermano mayor, Luca, me trajo un disco. “Escuchalo, te podría gustar”, me dijo. Era L’era del cinghiale bianco. Tenía una tapa llamativa, medio onírica, espiritual. Lo escuché en mi equipito de mi habitación en Londres y me voló la cabeza. “Yo vine escuchando a Franco Battiato desde hace años”, me dijo Luca.

Battiato parecía una especie de jote, un pájaro de carroña. Tenía la incomodidad encorvada, flaca y alta de un cóndor. Era un tipo alto, con una nuez de Adán muy pronunciada, una cara larga con orejas bastante grandes, una nariz grandota, nada que ver con la imagen del rock o el pop que empezaba a imponer MTV y la estética de los videoclips. 

Yo lo fui a ver por primera vez en el año 81, mientras estaba en el servicio militar en Italia. Tenía el fin de semana libre para salir de los cuarteles. Battiato tocaba en una mega carpa como de circo, rayada, roja y blanca, instalada en la avenida Cristóforo Colombo, la más grande de Roma, que une Roma con EUR, un barrio que construyó Mussolini en las afueras de la ciudad. La banda consistía en un bajista de puta madre y en Battiato con un megáfono en la mano. 

Después de ese recital pensé que había un nuevo astro en la música italiana. Uno que se podía escuchar en serio. Los únicos que me gustaban eran Premiata Forneria Marconi (PFM) y un par de bandas de rock progresivo, como Banco Del Mutuo Soccorso (BMS). También estaba Lucio Battisti, que siempre fue un tremendo músico en Italia, adorado por las masas, muy sutil y sensible, al que también mi hermano adoraba. Pero descubrir a Battiato fue una cosa hermosa. Empezamos a sentir que había alguien que estaba creando algo para una época nueva, y que era algo de calidad. Te daba fe en el futuro y en Italia.

Con los años fui comprando sus discos. Y Franco Battiato me acompañó en muchos viajes. Yo era actor. Y en la soledad del actor siempre vamos acompañados por una maleta vieja cargada de cosas personales para darle un poco de onda a las habitaciones de los hoteles. Yo siempre llevaba una maleta chiquita, dura, que adentro tenía como 35 cassettes y un Walkman. Me la llevaba a todos lados para tener mi música encima, que me acompañaba por toda Italia y Europa. 

Una cosa maravillosa me pasó mientras estaba filmando en Bulgaria, ese país tan inhóspito cerca de Rusia, muy cerrado, famoso por sus espías durante la época de la Cortina de hierro. Yo hacía de búlgaro en una película italiana. Me pusieron en un hotel frente a la antigua iglesia de Santa Sofía, en Sofía, la capital de Bulgaria. Y una noche, insomne, me desperté nervioso porque al día siguiente tenía una escena con mucho diálogo, una escena complicada. La puta madre, no podía dormir y a la mañana me vendrían a despertar a las seis, de ahí a maquillaje y después a filmar. Recuerdo que en el calor tremendo de la calefacción de aquel pequeño cuarto de hotel, mirando la iglesia de Santa Sofía, decidí prender la radio, que era una de estas radios incorporadas a la cama, un objeto de los años 70’. De la radio salió la voz de Franco Battiato cantando una canción que yo no conocía. Era un disco que yo no tenía. Así que me puse a escuchar con atención. 

Qué momento. Las cuatro de la madrugada en el invierno de Bulgaria y Franco Battiato sonaba en mi habitación. Y de un rato al otro, en el tema dice algo sobre el mito de Majorana, que tomó la decisión de desaparecer. Y me dio escalofríos. Porque yo había hecho una película en Italia que fue muy apreciada, que se llamaba I ragazzi di via Panisperna (1989), que es la historia de este científico genio, Ettore Majorana, que era el personaje que yo interpretaba. Majorana descubre prácticamente la fisión nuclear. Descubrimiento que después le roba su profesor Oppenheimer, lo que deriva en la bomba atómica. Este joven genio, Ettore Majorana, de niño ya sabía hacer cálculos impresionantes solo con la cabeza, sin tener que escribir nada, como si fuera una especie de computadora humana. Y después desapareció de la nada, nunca se supo qué pasó con él. 

La desaparición de Majorana es un libro de Leonardo Sciascia, un gran escritor siciliano, que fue la base para la película en la que actué. Era justo la película que estaba filmando cuando falleció mi hermano Luca, en 1988. Tuve que interrumpirla y venir a Buenos Aires. Como ya estaba muerto, qué otra cosa podía hacer que volver a seguir la película. Fue durísimo. La canción de Battiato, “Mesopotamia”, tenía esa referencia a Majorana. Ahí estaba él hablando de su gran amor por el físico desaparecido. Fue un momento muy especial. Así que decidí escribirle una carta a Battiato. Quería contarle la situación, lo emocionante que era para mí lo que había pasado, que era fan de él desde hacía muchos años, que le mandaba esta sorpresa y este saludo desde el hotel en Bulgaria.

Al día siguiente tuve que ir a grabar muy temprano y dejé la carta en mi habitación, lista dentro de un sobre para mandar a Italia. El día anduvo bien, pero cuando volví al hotel era muy tarde y estaba cansadísimo. La carta seguía ahí. Cuando la vi tuve un momento de duda, hasta de vergüenza ajena. Pensé: qué pelotudo que sos. Le vas a escribir a Franco Battiato contándole esto y ni la va a leer, ni la va a recibir. ¿Sabes la cantidad de cartas que le deben escribir? Así que la agarré, la corté en dos y la tiré a la basura. Chau.

Franco Battiato en los años 70 (Foto: Roberto Masotti)

*

Hace unos años estaba caminando por el centro de Buenos Aires y vi un afiche chiquitito. En esa época viajaba poco a Buenos Aires, raramente, cuatro veces por año, y justo estaba ahí en la semana en que vendría Battiato. Era una señal. Tenía que ir a verlo. Y bueno, fui. 

El recital era en la Usina del Arte, en La Boca. Nunca había ido. En ese momento se trataba un lugar relativamente nuevo, una exfábrica gigantesca de una empresa italiana de electricidad transformada en un enorme centro cultural. Tenía un auditorio maravilloso. Mi amigo y yo parecíamos dos rockeros, dos personas que iban a ver un recital de rock, pero la gente que iba llegando eran embajadores, actores, empresarios, creo que hasta estaba Macri con su mujer. Oh, dios, pensé, esto va a ser una poronga. Battiato ya toca para esta gente, nada que ver con aquel que yo vi en Roma hace tantos años. Esto va a ser un embole. Pero yo ya estaba feliz y tenía ganas de ver qué pasaba. Así que entramos. 

Vi a una de las chicas que organizaba el evento y me acerqué a ella:

—Perdón, no sé si es posible conocerlo a Franco. Soy Andrea Prodan. Yo no lo conozco, pero quiero poder decirle brevemente algo que me encantaría. 

Y ella me respondió que quizá después del recital, si él tenía ganas. Qué bueno, pensé. Pero primero quería ver el show, porque si la cosa era una careteada, ni en pedo quería conocer a Franco. A esta altura prefería quedarme con el recuerdo. 

Había una alfombra persa. Las primeras tres canciones las cantó como un sufi sentado con el micrófono. Entraron los músicos: un cello, un violín, dos sintetizadores, una guitarra. Todo muy bien. Era una mezcla entre una banda de rock y música clásica, y cantó unas canciones que yo no conocía, de la última época. Y llevó el show a un nivel totalmente distinto, que terminó en una apoteosis, con todos estos políticos y embajadores viniendo adelante casi a poguear con él, un hombre de unos 70 años levantando una energía muy alta, con las guitarras a pleno, cantando algunos de sus hits, todos los argentinos completamente enloquecidos. Pensé: Franco Battiato, qué hijo de puta que sos, qué grande. Había unas señoras medio chetas como locas, sacándose la bufanda. Así que, entusiasmadísimo, me convencí de que lo tenía que conocer. 

Y como no quería hinchar las pelotas, esperé. Vi que hacían pasar atrás a unos famosos. Uno era Leo Sbaraglia, el actor, al que yo conocía porque hicimos una película juntos hace unos años con Harvey Keitel, así que lo fui a saludar. En un momento viene la chica y me dice “Vení, pasá”. Y me lleva por los pasillos a los camarines. Antes de llegar lo veo a Battiato, ese gran pájaro encorvado, fumándose un cigarrillo. Y ella me dice: Ahí está Franco, y me abandona. 

Así que me acerco tímidamente, él estaba solo. El tipo me empieza a mirar y yo empiezo a decirle: “Scusami, Franco… ti posso chiamare Franco?”. Entonces le cuento, Mirá, Franco, mi nombre es tal, vivo acá en Argentina, pero te quería decir solo una cosa. Y él me dice: 

—Yo te conozco. 

¿Cómo? Pensé que se estaría confundiendo. 

—Yo te conozco. No lo puedo creer, vos sos Andrea Prodan. 

Y justo en ese momento cae Sbaraglia y un par de políticos o personas así, como esperando para pedirle un autógrafo, y empiezan a escuchar nuestra conversación. A mí me daba un poco de pudor. Battiato seguía: “No, no lo puedo creer”. Y les dice a todos, en italiano, “¿Ustedes saben quién es? Este es Andrea Prodan, un tipo que hizo una de las películas más lindas del cine italiano, la historia de Ettore Majorana. Sos vos, qué increíble”. Y después, a mí: “¿Qué pasó con tu carrera? ¿A dónde fuiste? La grande promesa del cine italiano. ¿Qué ha sucedido? Peor que Majorana desapareciste”. Y observaba a la gente, como preguntándoles a ellos también. Sbaraglia tenía la mandíbula caída, me miraba como diciendo ¿qué mierda está pasando acá? Y yo le pregunté a Battiato: 

—¿Te puedo abrazar? 

Y fui y le di un abrazo, porque lo necesitaba. 

Yo temblaba de la emoción. Había venido para darle mis respetos a este hombre por todo lo que me había dado musicalmente en todos esos años, y me vuelve como un boomerang el momento en el que estoy haciendo esa película en Bulgaria y sucede la muerte de mi hermano. Sufrí mucho por aquella película, aunque fue un gran triunfo como actor para mí, porque me abrió muchas puertas para hacer más películas en el futuro. El hecho es que era como una especie de bomba que tenía que explotar muchos años después, una bomba emotiva, y tenía que explotar en Argentina. Me animé a decirle algo más.

—Te tengo que decir una cosa: tenía un cagazo bárbaro antes de este show, pensé que ibas a ser otro Franco Battiato, ya acostumbrado a la fama, como haciendo estas cosas sin muchas ganas. Hasta pensé que habías perdido tu sentido del humor. 

Y él me dijo: 

—¿Qué? ¿Perder mi sentido del humor? Si yo me cago de risa de todo esto, todos los días. Todo me parece tan absurdo. Y esta historia, esto que nos pasó ahora, es la prueba. Es todo muy gracioso, es hermoso. 

Nos dimos otro abrazo. Después le dije que no quería robarle más tiempo, porque todos querían saludarlo. Así que nos sacamos una foto, Battiato y yo juntos, y me fui como un niño que había conseguido el regalo que siempre quiso. 

(Fragmento de un episodio del podcast «El baúl de Andrea»)

*Actor, compositor y músico italiano radicado en Argentina. Es el hermano menor de Luca Prodan.


Por Daniel Melero*

Yo, que me estoy volviendo arena del desierto, agradezco a los vientos que cambian de forma y de perspectiva.
Persigo un ideal anacrónico y ridículo: el del mejoramiento”
(Franco Battiato en 2013, entrevistado por Gloria Guerrero en Página/12)

En 2013 fuimos con mi esposa y Diego Tuñón, de Babasónicos, a verlo a la Usina del Arte. Fue descomunalmente increíble. Creo que nada sonó mejor en la Usina que él. He tocado ahí, y claramente él había visto el diseño del lugar. Tocaba a un volumen muy pequeño, con un grupo orquestal de guitarra, computadora, instrumentos de cuerda. Hizo una cosa que solo le vi hacer a David Sylvian en alguna oportunidad: la voz de él prácticamente se escuchaba en toda la sala, más que la amplificación. 

Ese día pudimos conocerlo después del concierto. Hablaba tan suave como canta en sus discos. Me preguntó si yo conocía su música y cuál era para mí su mejor disco. Yo le dije Ábrete sésamo (2012), uno de los últimos que hizo. Entonces me dio la mano y me invitó a visitarlo al otro día al hotel donde estaba hospedado. Ahí tuve el atrevimiento de llevarle dos o tres discos míos. No quería molestarlo demasiado, pero me contó anécdotas, como sus encuentros con Stockhausen, describió su casa en Sicilia, que tenía una vista al volcán Etna. Y hasta me dejó sacarle fotos. La gente que trabajaba con él estaba medio asombrada de que estuviera dispuesto a eso. Y me dijo algo hermoso: que contaba con mi discreción. 

Yo siento que en su música hay algo aterciopelado. Y a la vez es una persona con un discurso político muy divergente a lo que es habitual. Una persona muy espiritual y poco optimista al mismo tiempo. Hablo en presente porque siento que sus estrategias siguen vigentes. Es un artista al que vuelvo siempre. También adoro verlo en YouTube hablando de cuestiones trascendentales y religiosas, y cómo todo el mundo se siente ofendido ante sus ideas. Él sabe manejar muy bien eso, es muy dulce con la gente. 

Battiato fue uno de mis modelos en algunos discos que hice. Para mí es muy importante que se diga que es un artista. No un músico, no un cantante. Un artista. El agregado de cultura de vida que él da es totalmente popular y de vanguardia. Sepan disculpar, soy un fan.

*Músico y productor, de extensa trayectoria en bandas (Los encargados, Soda Stereo) y como solista


Por Pablo Strozza*

El 18 de mayo de 2021 el mundo estaba todavía tomado por la pandemia del coronavirus. Tanto era así que, en la Argentina, ante el aumento de casos, se reclamaban más restricciones para la ciudadanía, como el cierre de los colegios. Incluso, la enfermedad hacía mella en el plantel de fútbol de River Plate. “¿Muñeco, jugás vos?”, titulaba Crónica en el partido del equipo contra Independiente Santa Fe de Colombia, por la Copa Libertadores de América, sugiriendo la entrada del director técnico Marcelo Gallardo al campo de juego debido a la cantidad de infectados por Covid 19 dentro del plantel millonario.

En Italia, más precisamente en Sicilia, la mañana de ese día traía una noticia horrible: la muerte, a los 76 años de edad, del cantautor Franco Battiato, a consecuencia de un mieloma múltiple y una enfermedad degenerativa. Un músico cuya trayectoria acreditaba paradas tanto en la canción romántica italiana como en el tecno pop de los 80, pasando por la ópera o la música étnica, y con un club de fans famosos que incluía a Karlheinz Stockhausen, Frank Zappa y compatriotas nuestros como Mercedes Sosa y Daniel Melero. Un pintor consagrado, un político defraudado y un cineasta que se atrevió a filmar una biopic sobre Ludwig Van Beethoven y que planeaba rodar una ficción basada en Georg Friedrich Händel. En definitiva: un verdadero Hombre del Renacimiento contemporáneo.

“Fue como el día en que se murió Spinetta”. La frase de mi amiga argentina, residente en Venecia y fan del hombre en cuestión, cuando le pregunté por el impacto de la noticia, tuvo la precisión emocional de las melodías de “La cura” o de “Barro tal vez”. Pero a diferencia de Spinetta o de otros músicos populares rocker de culto, como Zappa, Peter Hammill, Caetano Veloso y Scott Walker, por citar algunos ejemplos, el nivel artístico de Battiato jamás bajó de un horizonte altísimo. Su retiro de la escena, un par de años antes de su muerte, y la reclusión en su casa Villa Grazia (bautizada así en honor a su madre) de la localidad siciliana de Praino di Milo, ayudó mucho a que su aura inmaculada se mantuviera. Battiato era el vecino más ilustre de la zona. Tanto, que el día que falleció muchos negocios aparecieron con esta leyenda en sus fachadas: “Comune di Milo. Lutto Cittadino. FRANCO BATTIATO”.

Pese a sus coqueteos con el sufismo, el budismo y las enseñanzas místicas de George Gurdjieff, a su vegetarianismo acérrimo, y más allá de su carácter privado, se supo que los funerales de Battiato fueron celebrados por un par de sacerdotes cristianos amigos suyos, los padres Guidalberto Bormolini y Orazio Barbarino, y que sus cenizas descansan en un nicho en el Cementerio Comunal del Riposto, cerca de la bóveda familiar, tal como fueron sus deseos en vida. Desde hace unos años se especula con que Villa Grazia se transforme en un museo dedicado a celebrar su vida y su obra: su legado económico y cultural está en manos de su sobrina Grazia, hija de Michele, su hermano mayor. Mejor, para ponerlo en palabras suyas: “Superaré las corrientes gravitacionales, el espacio y la luz, para no hacerte envejecer”. Amén.

*Periodista de música


Por Rodrigo Fresán*

Franco Battiato es un misterio como son un misterio Bob Dylan y Randy Newman y Leonard Cohen y Van Morrison y Warren Zevon y Charly García. Patriotas universales. Gente que empieza y termina en sí misma, que marca sus propias coordenadas, tiene agenda privada y que hace y canta lo que se le canta. A Franco Battiato, lo saben a la perfección sus seguidores, se le canta cantar sobre todo y así hay espacio para todo y todos –populares y sofisticadas tarantelas sinfónicas, óperas devocionales, guiños a Cage y Stockhausen, coros wagnerianos, collage warholista y libre flujo de conciencia joyceano, vanguardia o easy listening, Beatles, aldea global e insularidad, los ritos celtas de jabalí blanco, la world music antes de que le pusieran la etiqueta, lo que venga– en esos versos largos y maníacos y referenciales de alguien que arrancó como baladista melódico, se hizo experimental después y recién entonces descubrió la fórmula secreta para ser un baladista melódico experimental. Alguien capaz de cantarle a Nietzsche y a un atardecer de la infancia a la vez, de conquistar en Italia tanto a progres y new-wavers como a amas de casa y a fascistas, que en sus recitales cantaban “Clamori” firmes y con el brazo extendido. No falla jamás: la primera vez que se escucha una canción de F.B. uno piensa que está loco y cómo es posible que en una misma canción convivan derviches tournel, los cascabeles del Katakhali, viejos valses vieneses, zíngaros del desierto, balineses en días de fiesta, la baja Padana, Irlanda del Norte y alguna que otra cosita más. Y cómo es posible también que luego de esa canción cinemascope venga una perfecta radiografía del animal que todos llevamos dentro y que “nos roba todo, hasta el café”. Y a quién si no a Battiato se le puede haber ocurrido definir al amor –en la sublime “E ti vengo a cercare”, que Nanni Moretti usó para uno de los más grandes momentos de una de sus más grandes películas– como “Questo sentimento popolare”.

La segunda vez que uno escucha una canción de Battiato, uno sale corriendo o, si no, ya es un fan perdido o un adicto bien orientado. Da lo mismo. Así –como se documenta en el libro de Eduardo Margaretto sobre el cantautor–, alguna vez un intelectual italiano aseguró que lo primero que le preguntaría a E.T. “es qué significan las letras de las canciones de Battiato”, mientras que un interno peligroso del Hospital Psiquiátrico de Trieste, desesperado, no dejó de repetir hasta su último aliento un “Díganme, por favor, ¿quién fue ese loco que vino a cantarnos ayer?”, luego de una actuación a beneficio de ya saben quién. De ese que asegura y rima que “Me gusta el pensamiento radical / Esa muerte muy consciente / Que se autoimpuso Sócrates”; que “Yo prefiero la ensalada a Beethoven y Sinatra / Y a Vivaldi, uvas pasas, que me dan más calorías”; y que, bueno “Volverá la moda de los vikingos”, sin que eso signifique que vaya a dejar de despotricar contra la industria musical en particular y el estado de las cosas en general para cambiar “molte cose: un pò di leggerezza e di stupidità”.

(Extracto de una nota publicada en el suplemento Radar, de Página 12, el 13 de julio de 2002)

*Escritor y periodista. Publicó novelas (Jardines de Kensington; La parte inventada) y libros de cuentos (Historia argentina)


Por Karina Niebla*

No soy nostálgico. Nada. Siempre vivo el presente. Creo que mi vida ha sido maravillosa. Ha sido un don del cielo; no puedo pensar otra cosa que eso
(Franco Battiato en 2013, entrevistado por Gloria Guerrero en Página/12)

Lo conocí a destiempo y de casualidad, hace unos diez años, mencionado al pasar en una entrevista a la banda Phoenix. Un delay que trae ventaja: disponer de una obra casi entera para descubrir. Pero, si se trata de Franco Battiato, semejante regalo es también un reto. Más de medio siglo de discos, períodos diversos y un camino inverso al conocido: primero vino la experimentación, después el pop masivo. En el medio, incursiones en la ópera y las bandas sonoras. Toda su obra es una incursión, una toma por asalto de géneros, creencias, formatos.

En ese camino jamás perdió su espíritu libre y extraño, la distancia irónica de sus letras, su prepotencia de trabajo exploratorio, su molde roto. Me lo imagino diciendo: “Si vamos a hacer pop de masas, hagámoslo bien”. Con complejidad y audacia, entregando su riqueza musical sin caer en lo solemne. “En el manual japonés de los samuráis una regla era: hacer con frivolidad cosas serias y hacer cosas frívolas con seriedad”, le dijo hace dos décadas al periodista argentino Bruno Galindo.

Me fascina esa búsqueda de contrapeso, ese llegar al centro desde las periferias, ese jugar entre lo sagrado y lo profano. Música sacra y baladas, árabe mezclado con alemán, Wagner y Rolling Stones, filosofía y religión: su particular síntesis de referencias habla de su forma de ver el mundo, de la riqueza del suyo y de cómo lo ofreció en sus propios términos, y más allá del tiempo. Como bien cantaba, la música contemporánea lo tiraba para abajo. 

Sus videos son un tema aparte. En términos de lenguaje, podrían ser contemporáneos. En términos de elementos, reinan el baile caótico, el croma, la mirada a cámara. También, la misma imagen de Battiato como marca registrada, porte pregnante de pelo batido, movimientos torpes y nariz orgullosamente siciliana. Battiato es la ética y la estética de los parcialmente incomprendidos, de los que vieron algo antes que nadie y no pierden tiempo en explicar. Él se salteó ese paso pedagógico para dar todo lo que tenía cuando sentía que debía. Está en nosotros ser dignos de disfrutar más que de entender.

En el relativamente breve período en que lo “conocí” vivo, me gustaba imaginármelo en una torre de marfil con aura volcánica, en la Sicilia en la que nació, creció y volvió a vivir después de dar vuelta al (o el) mundo. “En las calles de Pekín eran días de mayo // Entre nosotros bromeábamos recogiendo ortigas”, canta Battiato desde hace más de 40 años. Eran días de mayo cuando murió, en el pandémico 2021, y todavía seguimos llorándolo.

*Periodista. Escribe en ElDiarioAr y Cenital.

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Bache

Revista digital. Cultura y sociedad.

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