En 1968, con movimientos frenéticos y la cara pintada como una calavera, Arthur Brown se paseaba frente a una cámara con una corona encendida en llamas. “Fire” fue uno de sus singles más exitosos y se mantuvo un buen tiempo en las listas de ese año. Pero, para ser justos, esa canción había sido compuesta además por Vincent Crane, Mike Finesilver y Peter Ker, con quienes formaba The Crazy World of Arthur Brown, una agrupación performática que lograba unir teatro y música sobre el escenario. Quizás lo que más llamaba la atención de ellos -además de la vestimenta de Halloween- era que su propuesta tenía toda la intención de asustar, o de tomar un camino con menos flores que los de los años sesenta. Esta puesta en escena sería sumamente influyente para músicos de la década siguiente como Alice Cooper, Black Sabbath, Kiss, The Damned, e incluso para bandas actuales que reactualizan gran parte del imaginario de Brown, como Ghost. Pero ¿por qué tomar el camino hacia la oscuridad? ¿De dónde viene todo eso?
Pete Townshend de The Who fue el culpable de contratar y grabar a Arthur Brown para su disquera Track. El otro contratado era Jimi Hendrix junto a su banda. Si bien por un momento hubo acercamientos entre ambos músicos, y en alguna ocasión improvisaron juntos y sumaron al gran blusero John Lee Hooker, nada de eso se convirtió en realidad, y cada cual siguió su ruta.
Brown era un amante del blues norteamericano, de donde había sacado gran parte de su material interpretativo, como su cover del tema “I Put Spell on You”, de su ídolo Screamin’ Jay Hawkins. Si Nina Simone la transformó en un desgarro de amor y los Creedence, en la desolación del rockero, es probable que tanto la versión original como la de Brown sean las últimas en conservar el verdadero sentido de la canción: lo espeluznante y un sentimiento de terror.
¿Por qué hoy se sabe tan poco de Jay Hawkins? Músico extrañísimo que mutaba entre el blues y el r&b y se disfrazaba mezclando referencias a Drácula y los antiguos reyes de África, en 1966 se apareció ante las pantallas de su país como un poseído y cargando una capa y un bastón con una calavera en su apoyo. Especie de endemoniado que parecía venir desde el inframundo de la música norteamericana, los alaridos en sus conciertos ponían la piel de gallina.
“I put a Spell on you”, su hit de 1957, dio la vuelta al mundo y es quizás una de las canciones más versionadas de la historia, un infaltable de su repertorio. Fue el disc jockey Alan Freed el que, a los meses de salido el single, le ofreció 300 dólares a Hawkins para que la actuara saliendo de un ataúd. Al principio el músico dudó, pero luego la oferta se convirtió en algo más que eso, fue la puerta para su transformación en un sacerdote voodoo, en una versión negra de Vincent Prince.
Hawkins tuvo tanta repercusión que le surgió un continuador británico, Screaming Lord Sutch, que en 1964 atemorizaba a los muchachos y muchachas cantando a los gritos “Jack The Ripper” disfrazado como una especie de Mister Hyde, con la cara pintada y una actuación macabra. En sí, la música no tenía muchos logros, pero ahora, a la distancia, se nota que fue un antecedente para el punk y el new wave, ya que no está tan lejos de algunas ideas que luego remezclaron The Misfits o los Fuzztones. Quizás lo más interesante de esa propuesta era la recuperación de los personajes de la literatura de horror (Stevenson, Mary Shelley o Bram Stocker) y su participación en algunos radioteatros: las introducciones a sus temas siempre estaban acompañadas de una atmósfera misteriosa, que antecedía a un swing que hablaba de zombies que salían de sus tumbas para bailar.
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Pero el camino hacia la oscuridad no solamente fue pavimentado por el rock & roll o el swing o el blues.
Formado en 1967 y parte de la renovación del folklore céltico, Pentagle es un quinteto inglés que hasta hoy sigue fusionando el jazz, el blues y el rock con sus raíces ancestrales, y aunque la mayoría de sus composiciones -todas bellamente interpretadas por Jacqui MCshee- no posea una fuente que uno pueda rastrear como “oscura”, ciertamente es una reactualización de un sonido terrestre y pagano.
No parecía raro entonces que Martin Barre, guitarrista de Jethro Tull, colaborara con Pentagle. Tampoco que en 1968 Barre fuera músico de sesión de Screaming Lord Sutch junto a Ritchie Blackmore, el mítico guitarrista de Deep Purple que varias décadas después formaría Blackmore’s Night, una agrupación con fuertes influencias del folklore de la isla.
La oscuridad en los ’70 se convertía en una respuesta a la idealización del flower power y la inestabilidad de su discurso frente a la creciente belicosidad de la Guerra Fría.
Otra banda que puede relacionarse es The Trees, que en su LP On the Shore (1971) versiona maravillosamente “Sally Free and Easy”, de Cyril Tawney, con un toque de rock psicodélico. También revisado por Pentagle y Marianne Faithfull, sin lugar a dudas es uno de los grandes temas que uno pueda llegar a escuchar. Los Trees tienen eso que en el mundo latino se vio con Los Jaivas o León Gieco y más tarde con Divididos, es decir, la reescritura de las composiciones neofolklóricas de los ‘50 y los ‘60 sintetizadas por el rock, pero sobre todo de esas piezas que poseen un pathos y una atmósfera más honda y poética. En ese sentido, The Trees era bien considerada dentro de las bandas de su época, llegando a telonear los primeros conciertos de Genesis y Fleetwood Mac y compartiendo escenario con Pink Floyd y Procol Harum.
Lo cierto es que a estas raíces paganas de la Inglaterra pre-cristiana se las debe entender desde la lectura que las y los escritores románticos del siglo XIX hicieron del pasado, es decir, desde la búsqueda de una antigua religión o filosofía que se estableciera desde la irracionalidad, en su relación con la naturaleza y el ejercicio de una libertad individual desposeída del peso del pecado. Estos elementos fueron muy importantes y revitalizados sucesivamente por las vanguardias históricas, el beat y posteriormente popularizadas por el movimiento hippie: las ensoñaciones de Coleridge y Keats venían demasiado a cuento con la nueva experimentación con las drogas y la lisergia; la creación del nuevo contrato con el mundo exterior al que aspiraba Wordsworth no estaba demasiado lejos del ecologismo de los ’60, y lo mismo se podría decir de ese anhelo de libertad que se transformaba en apertura sexual y experimentación.
Uno podría nombrar varios factores más, pero hay uno que posiblemente contenga a todos las demás, y tiene que ver con el desarrollo del ocultismo como forma de conocimiento de lo real: en él se unen las antiguas religiones paganas y el entendimiento de Oriente, el develamiento simbólico de la naturaleza y la experiencia sexual como vía hacia otras zona de la mente y, por lo tanto, de contacto con la divinidad. Un nombre de entre todos los ocultistas del siglo XX asoma, y es el de Aleister Crowley, quizás el más revisitado por el rock & roll: desde la portada de Sgt. Pepper’s de los Beatles hasta la devoción que le tuvieron Jimmy Page de Led Zeppelin y el mismo David Bowie.
Mucho se ha escrito al respecto, pero lo cierto es que la literatura y las prácticas de Crowley fueron una brújula estética para la época, y sobre todo para Page, que en una conversación sostenida con el escritor William Burroughs dio a entender que los principios de la voluntad creativa y la conexión con las fuerzas del inconsciente desarrolladas en la filosofía del ocultista captaron poderosamente su atención (así como la teoría psicosexual de Wilhelm Reich). Todos estos materiales estaban bien a la vista. De hecho, citemos las palabras de Ozzy Osbourne en su autobiografía, que nos dice sobre la época: “Había un escritor ocultista llamado Dennis Wheatley cuyos libros fueron todos best-sellers; Hammer Horror Films estaba haciendo un gran negocio en los cines, y los asesinatos de Manson estaban en todos los canales de televisión, así que cualquier cosa ‘oscura’ tenía una gran demanda”.
Dennis Wheatley era, de hecho, una autoridad en materia de lo paranormal y lo satánico en la Inglaterra de los ’60, y entre 1974 y 1977 editó una colección para la editorial Sphere sobre ocultismo en la que popularizó el nombre de Crowley, pero también el de Madame Blavatsky. El camino hacia la oscuridad se convertía por esos años en una respuesta a la idealización del flower power y la inestabilidad de su discurso frente a la creciente belicosidad de la Guerra Fría.
En los Estados Unidos, por la misma época, surgían bandas insurrectas y de protesta como MC5, The Stooges, Death y New York Dolls, que seguían la influencia callejera y de bajofondo de The Velvet Underground y la literatura de William Burroughs y Ray Bradbury. Alice Cooper fue quizás el elemento más icónico de ese zambullido en las zonas ocultas de la cultura, específicamente con su tercer disco, Love it to death (1971), producido por el sello Straight, de Frank Zappa. Si bien en cuanto a sonido -desde su apertura “Caught in a dream” en adelante- parece no haber mucha diferencia con lo que se hacía en la época, es el éxito del single “I’m Eighteen” el que catapultó a la banda y le abrió las puertas para masificar su puesta en escena. La experiencia de un circo de rarezas, con la simulación de decapitaciones y elementos masoquistas, fue la delicia de una generación que se abrazó al delirio del personaje de Alice, que con su rostro pintado de blanco y negro, al igual que Arthur Brown, imitaba los alaridos de Screamin’ Jay Hawkins.
Sin embargo, no hay dudas de que quienes mejor forjaron el mineral de las sombras fueron los ingleses de Black Sabbath, empezando por su nombre -extraído de la película de Mario Bava de 1963- y siguiendo con los particulares riffs de Tony Iommi, la batería aletargada de Bill Ward, el bajo hondo de Geezer Butler y la voz única de Ozzy Osbourne. Black Sabbath nació casi por una casualidad, luego de que se disolviera el anterior proyecto de los integrantes (llamado Earth) y de que Iommi aceptara tocar con Jethro Tull para las sesiones del Rock & Roll Circus que organizaban The Rolling Stones. La ida del guitarrista no duraría mucho, y al volver con sus antiguos camaradas y ponerse en campaña comenzaría la experimentación, especialmente con el intervalo tritono en la guitarra, que en la Edad Media era considerado como disonante, siniestro y, evidentemente, satánico: de esta forma nació la canción “Black Sabbath” y tomó curso la creación de su disco homónimo. A todo esto se sumaban cierta aprehensión del ambiente industrial del Birmingham de los ’60 y la reactualización de elementos del blues y el jazz norteamericano que fueron formativos para los anteriores proyectos de los miembros de la banda.
“What is this that stands before me? / Figure in black which points at me / Turn ‘round quick and start to run / Find out I’m the chosen one”, dicen los primeros versos de la primera composición de Black Sabbath (1970): en sí ese LP debut parece una buena reescritura de los cuentos de Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft, aunque también hay una referencia directa en “The Wizard” al mago Gandalf, personaje de El señor de los anillos, de J.R.R Tolkien.
Justamente, y como también se puede ver en las letras de Led Zeppelin, Rainbow, Uriah Heep o en la misma banda Gandalf, la magia es otro tema que comienza a tomar forma en esos años. El baterista de Sabbath, Bill Ward, recuerda que por esa época era seguidor de Man, Myth and Magic, una revista que tenía por emblema “the most unusual magazine ever published” y cuya fuerza estaba en los artículos que tenían temáticas referidas a antiguas religiones y experiencias paranormales. Entre sus colaboradores se encontraban ni más ni menos que el escritor Mircea Eliade, John Symonds -albacea de Aleister Crowley- y un personaje que era bastante inusual: el profesor de griego de la Universidad de Birmingham E.R. Dodds, gran amigo de los poetas W.H. Auden y T.S. Eliot, simpatizante de la causa irlandesa y miembro de la organización Society for Psychical Research (de la que fue presidente).
Fundada en 1883 por Frederic W.H. Myers, SPR fue un importante sitial para la discusión y la experimentación de formas de contacto con presencias después de la muerte, y sus temas de estudio iban desde los análisis de los sueños y la preparación de un grupo de médiums para contactar espíritus hasta la hipnosis y la telepatía, como lo cuenta John Gray en su libro La comisión para la inmortalización (Sexto piso, 2014).
La portada de ese primer LP de Black Sabbath condensa en sí la ruina romántica y la oscuridad, y su cruz invertida al anverso -agregada unilateralmente por los productores- termina por sellar el pacto. Tony Iommi cuenta en su autobiografía las continuas apariciones de sectas satánicas en los conciertos, y cómo los mismos músicos se dedicaban a desestimarlas al negarse a participar de sesiones en Stonehenge o al rechazar invitaciones de Anton LaVey, autor de La biblia satánica (1969).
Lo cierto es que ya hacía bastante que el diablo estaba dando vueltas en la música popular. Un caso emblemático es la canción del blusero norteamericano Robert Johnson “Me and the Devil Blues”, en donde Satán toca la puerta del músico para saldar una vieja deuda, posiblemente por un acuerdo realizado en un cruce de caminos, un motivo recurrente en el folklore afromericano. The Rolling Stones también lo hacen aparecer en “Sympathy for the Devil”: inspirada por la novela de Mijaíl Bulgákov El maestro y margarita (1966), que le habría acercado Marianne Faithfull a Mick Jagger, el demonio aparece en la canción como causa de toda la maldad ocurrida en la historia humana.
El director Kenneth Anger, amigo en común de los Stones y de los Zeppelin, invitó a Jimmy Page a realizar el soundtrack de su película Lucifer Rising (1971), una especie de recorrido simbólico por las antiguas mitologías y el nacimiento de un nuevo espíritu ígneo. La composición de Page no deja de llamar la atención por el uso de las distorsiones de guitarra y de sintetizadores, que recuerda a los primeros trabajos electrónicos y paisajes sonoros de los alemanes Tangerine Dream en su álbum Electronic meditation (1970).
Por aquellos años también surgió desde las profundidades una banda llamada Coven, de la que se podría decir que era una versión luciferina de Jefferson Airplane. Estos norteamericanos lanzaron en 1969 un LP llamado Witchcraft Destroys Minds & Reaps Souls, que contaba ni más menos con un tema llamado “Black Sabbath”. En otra coincidencia con la agrupación de Birmingham, el nombre del bajista era Oz Osbourne, pero, fuera de las semejanzas, la visión oscurantista de Coven -que tuvo la oportunidad de telonear a los Yardbirds con Jimmy Page, a Alice Cooper y a los increíbles Vanilla Fudge- era un caldero del flower power mezclado con las lecturas de Anton LaVey y Crowley. Lamentablemente la carrera de la banda se apagó después de que, luego de que “La familia” asesinara a Sharon Tate, Charles Manson fuera fotografiado saliendo de una tienda de discos con Witchraft…
Sin embargo, el trabajo de Black Sabbath con las honduras de lo oculto va hacia algo más indistinto e inclasificable, más a una sensación que a una caricatura del mal y la violencia, como en el caso de sus canciones “War Pigs”, “Iron Man” o la cósmica “Planet Caravan”. Es el trabajo con una atmósfera y un pulso que el rock hasta esos momentos no había desarrollado. Asimismo, su fusión con los elementos del folklore celta y anglosajón, en especial en Master of Reality (1971) -e identificable en temas como “Solitude” o la intro a “Children of the Grave”-, le da un carácter de atemporalidad a sus creaciones, que las hace establecer una línea directa con el romanticismo y las fuentes medievales.
Sea como fuere, el camino abierto por las intensidades de la guitarra de Iommi dio paso a una camada de experimentaciones que tomaron esas sonoridades como un pasaje de ida. De ahí a los daneses Mercyful Fate o a la nueva generación de heavy metal encabezada por Iron Maiden había solo un paso. Arthur Brown, por su parte, sigue dando shows hasta hoy, pero cada vez más firme en su raíz del blues y el jazz, en tanto que Jay Hawkins siguió actuando hasta una edad avanzada en teatros de Japón. Hoy por hoy se hace difícil rastrear las distintas vertientes que se abrieron tras los ‘70, pero no deja de ser interesante que la renovación de la música europea actual venga de la mano de la recuperación de una raíz pagana del folklore y de una puesta en escena que nos retrotrae a ese fuego encendido en los sesenta.