Como no podía ser de otro modo, el reinado de Donald Trump en la Casa Blanca terminó de manera espectacular. Fallidamente espectacular, lamentablemente espectacular, pero al fin y al cabo la presidencia de alguien que construyó todo su capital político alrededor de un discurso de ruptura con los viejos modos del establishment washingtoniano no podía terminar con una tibia y prolija transición bajo el cielo invernal del DC. Hay gente que sólo quiere ver el mundo arder, en las inmortales palabras del mayordomo Alfred al joven Bruce Wayne. La multitud de conspiranoicos, fans de la Segunda Enmienda, nostálgicos de la Confederación y demás grupos heterogéneos que invadieron el Capitolio el 6 de enero no sólo sirvió para ponerle un final bien Banana Republic a la presidencia de Trump, sino también para consolidar a los ojos de la inmensa mayoría de los comentaristas, analistas, expertos y políticos una visión de esos cuatro años como un lamentable “accidente” en la historia democrática estadounidense. Un evento desafortunado en el que se habría descarriado la democracia, un desvío vergonzoso pero temporal que el 20 de enero, con la asunción del nuevo presidente Joe Biden, empezaría a desandarse. Era un poco el clima que se podía percibir ese día en los comentarios que en las redes sociales dejaban por escrito muchos estadounidenses: las cosas volvieron a su sitio, move on.
Sin embargo, la fractura social que encarnó Trump -y que se manifestó de manera emergente no sólo con los sucesos del 6 de enero sino a lo largo de todo 2020, con sus jornadas de manifestaciones cruzadas por la tensión racial y con la letal cuenta de víctimas de la pandemia- parece algo más profundo que los devenires del multimillonario turbio que ocupó la presidencia hasta hace unas horas. El grand finale del Capitolio, con toda esa turba trumpista que oscilaba entre el circo y la amenaza armada, exhibió la consolidación de una identidad blanca y antisistema dispuesta a cargarse las republicanas tradiciones americanas. Una identidad, en el país por excelencia de la identity politics, que muchos desde la derecha y la izquierda, desde la celebración o el espanto vincularon con esa “mayoría silenciosa” (Nixon dixit) identificada con los sectores rurales, religiosos, poco educados del sur y el oeste olvidado. Los “deplorables”, como los llamó Hillary Clinton en su fallida campaña del ‘16, “la verdadera América”, como los cortejó durante los últimos años el sector más conservador del partido republicano, preparando el camino para la llegada de Trump.
Es una victoria cultural del trumpismo que tanta gente haya asumido como una verdad que las políticas de los republicanos representan los intereses de esos sectores históricamente marginados. Una operación que comenzó con Nixon en los 70 y que se intensificó de manera notable en los 90 y 2000, al mismo tiempo que el crecimiento económico se mostraba indiferente para sacar del estancamiento social a buena parte de los trabajadores. Las identidades culturales, entonces, cruzadas por la raza y los regionalismos, actuaron como suplementos simbólicos de la derrota económica que las élites le propinaron a las clases bajas y medias. La retórica conservadora que ensalzó los viejos y buenos valores de los blancos pobres funcionó de manera eficaz para enmascarar el desmantelamiento de todas las (pocas) políticas que aún quedaban en pie para aliviar su secular pobreza. Así los rednecks, la white trash, fueron mitologizados por los ultraconservadores (por los neocons, por el Tea Party, por Trump finalmente de manera espectacular) como representación de los valores auténticos del país en contraste con la degeneración progresista de las costas este y oeste. El otro lado de esa mitología fue la baja de impuestos a los milonarios, la destrucción del tímido sistema de asistencia sanitaria de Obama y la retracción de las ayudas del ya mínimo estado de bienestar estadounidense. Sin embargo fue un truco que funcionó bien y ahí están los 75 millones de votos de Trump para demostrarlo.
El libro White Trash (Capitán Swing, 2020), de Nancy Isenberg, termina justo antes de la llegada de Trump al poder y es una historia minuciosa del lugar que ese segmento de las clases populares estadounidenses, los blancos pobres, ocupó desde la época colonial hasta el siglo XXI. Su virtud principal es enfocar esa historia desde un punto de vista muy poco estadounidense: desde el análisis de las clases sociales y las jerarquías del poder, la tierra y el dinero. Poco estadounidense, porque, como dice Isenberg a lo largo del libro, va a contrapelo de la mitología que moldea la imagen que los Estados Unidos tienen de sí mismos desde el inicio de su historia nacional. La idea de la excepcionalidad americana, del gran experimento de hombres libres e iguales que se edificó en contraposición con los males de la vieja Europa, siempre se narró a sí misma como un espacio libre de clases y jerarquías sociales. Un país abierto al mérito y al esfuerzo en el que el ascenso social está asegurado para todo aquel se esfuerce lo suficiente (la creencia básica del “sueño americano”) no puede aceptar la existencia de estratos sociales en los que las trayectorias de vida están, en buena medida, determinadas por el azar del nacimiento.
Isenberg empieza su recorrido con la fundación misma de las primeras colonias en el siglo XVII y, a contramano del mito de los Padres Peregrinos, los puritanos que huyeron de la persecución religiosa en Inglaterra para fundar la “Nueva Jerusalén” al otro lado del Atlántico, enfatiza el lugar que la colonización tuvo como válvula de escape para la población sobrante, indeseable, de la metrópoli. Toda una corriente de criados, peones, niños mendigos, ex presidiarios, vagabundos, cruzó el océano a la par de los rigurosos puritanos para trabajar esas nuevas tierras que se arrebataban a los indígenas. Fueron los antepasados de los white trash, el subsuelo social que cultivaba los campos a cambio de pagar las deudas que habían contraído para viajar al nuevo mundo. Antes de que fueran reemplazados en las plantaciones por los negros secuestrados en las costas africanas, fue esta “escoria” blanca la que ocupaba el lugar más bajo de la jerarquía social colonial.
Isenberg es minuciosa en el rastreo de los documentos de la época y en el lenguaje despectivo, animalesco, que los funcionarios coloniales y los grandes propietarios le dedican a esta masa anónima: despojos, estiércol, basura. La revolución y la independencia permitirían la apertura de la frontera, ese otro gran mito fundador estadounidense, la búsqueda de la tierra, de un lugar propio, en la migración hacia el oeste. Esos blancos pobres, sin tierra, serían buena parte de los ocupantes sin título de los bordes del país en expansión, en los límites donde se confundían los indígenas que veían morir su mundo, y se los podía encontrar cazando y comerciando, viviendo lejos de la ciudades que se edificaban en el nuevo país, creando una cultura salvaje y precaria que muchas décadas después sería recuperada por la industria cultural en la forma de folletines de aventura, primero, y de westerns, después.
El grand finale del Capitolio, con toda esa turba trumpista que oscilaba entre el circo y la amenaza armada, exhibió la consolidación de una identidad blanca y antisistema dispuesta a cargarse las republicanas tradiciones americanas.
A lo largo del siglo XIX y del XX, los blancos pobres funcionarían como una especie de fósil molesto y negado del incuestionable éxito de los Estados Unidos: un segmento que era mejor ocultar, enfermizo, debilitado, incapaz de subirse al tren del progreso que llevó a ese país en poco más de un siglo a ser el más rico y poderoso del mundo. Una incómoda muestra de fracaso social que era mejor explicar por razones diferentes a la distribución de la tierra y las rentas. Surgieron así toda clase de estereotipos que en buena medida, con sus ambigüedades y reapropiaciones, mostraron una notable persistencia histórica: los palurdos blancos llenos de hijos, siempre bordeando el tabú del incesto, que viven hacinados en cabañas montañesas, entregados al alcohol y la hipersexualidad, engendrando una casta de niños debilitados y semianalfabetos, furiosamente racistas por el simple placer de tener un objeto de menosprecio aún más inferior que ellos mismos. Muchas décadas antes de que la derecha conservadora de hoy los redescubriera como encarnación de la “verdadera America”, fueron objeto de las fantasías eugenésicas que propiciaban la esterilización forzosa para impedir que sus proles siguieran multiplicándose. También, mucho antes de que Trump y su gente los identificara como soldados de su imaginaria guerra contra el “socialismo”, fueron el objeto predilecto de repugnancia de los conservadores que los ponían como ejemplo de vagancia y parasitismo social.
Ser pobre significa, entre otras cosas, que otros hablen por uno. El libro de Isenberg es una historia de lo que las élites dijeron sobre los pobres blancos a lo largo de la historia estadounidense. Una masa de discursos que van desde la condenación animal hasta el redentorismo populista. En la particular historia de los EE.UU., en la cual la realidad de las clases sociales aparece borroneada por la promesa mítica del ascenso social, de los nuevos comienzos, de la fuga y la reinvención creativa, la pobreza sólo puede aparecer como fracaso personal, como marca de una debilidad moral, en todo caso como excepción individual. Las diferencias económicas, entonces, son fácilmente transmutables en diferencias culturales, en identidades congeladas que enmascaran los problemas de la desigual distribución de las oportunidades. Los años de Trump fueron fértiles para lograr que buena parte de un segmento social castigado desde hace décadas por el desempleo y la pobreza se identifique políticamente con una élite que sólo le ofreció unas (pocas) recompensas simbólicas. Un libro a contrapelo como White Trash, al poner en primer plano el rol desmitificador del análisis de clases contribuye a aclarar los malentendidos en que parecen estar sumidos hoy los Estados Unidos. //
*Foto de portada: Adrienne Salinger