La escritora estadounidense reflexiona sobre nuestro vínculo con las imágenes de dolor y sufrimiento.
Susan Sontag (1933 – 2004) escribió mucho, sobre distintos temas, y en varios formatos: ensayo, relatos, novelas, artículos, reseñas. Una parte importante de sus intereses giraba en torno a la fotografía. Por fuera de su libro más reconocido, Sobre la fotografía (1977), la autora neoyorquina presentó en 2003 -poco antes de su muerte a los setenta y un años- una obra en la que exploraba la relación entre las fotografías de guerras, asesinatos y tragedias y la forma en que nos afectan (y nos insensibilizan) cada vez que las consumimos a través de los medios de comunicación.
De ese libro, Ante el dolor de los demás, rescatamos algunos fragmentos que compartimos a continuación.
…
Por Susan Sontag
La conmoción de las fotos
El conjunto de imágenes incesantes (la televisión, el video continuo, las películas) es nuestro entorno, pero a la hora de recordar, la fotografía cala más hondo. La memoria congela los cuadros; su unidad fundamental es la imagen individual. En una era de sobrecarga informativa, la fotografía ofrece un modo expedito de comprender algo y un medio compacto de memorizarlo. La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio. Cada cual almacena mentalmente cientos de fotografías, sujetas a la recuperación instantánea. Cítese la más célebre realizada en la Guerra Civil española, el soldado republicano al que Robert Capa «dispara» con su cámara justo en el momento en que es blanco de una bala enemiga, y casi todos los que han oído hablar de esa guerra pueden traer a la memoria la granulosa imagen en blanco y negro de un hombre de camisa blanca remangada que se desploma de espaldas en un montículo, con el brazo derecho echado atrás mientras el fusil deja su mano; a punto de caer, muerto, sobre su propia sombra.
Es una imagen perturbadora, y de eso se trata. Reclutadas a la fuerza como parte del periodismo, se confiaba en que las imágenes llamaran la atención, sobresaltaran, sorprendieran. Así lo indicaba el viejo lema publicitario de Paris Match, revista fundada en 1949: «El peso de las palabras, la conmoción de las fotos». La búsqueda de imágenes más dramáticas (como a menudo se las califica) impulsa la empresa fotográfica, y es parte de la normalidad de una cultura en la que la conmoción se ha convertido en la principal fuente de valor y estímulo del consumo.
El sufrimiento según Goya
Los desastres de la guerra, una serie numerada de ochenta y tres grabados realizados entre 1810 y l820 (y publicados por primera vez, salvo tres láminas, en 1863, treinta y cinco años después de su muerte), representan las atrocidades que los soldados de Napoleón perpetraron al invadir España en 1808 con objeto de reprimir la insurrección contra el yugo francés. Las imágenes de Goya llevan al espectador cerca del horror. Se han eliminado todas las galas de lo espectacular: el paisaje es un ambiente, una oscuridad, apenas está esbozado. La guerra no es un espectáculo. Y la serie de grabados de Goya no es una narración: cada imagen, cuyo pie es una breve frase que lamenta la iniquidad de los invasores y la monstruosidad del sufrimiento infligido, es independiente de las otras. El efecto acumulado es devastador.
Las crueldades macabras en Los desastres de la guerra pretenden sacudir, indignar, herir al espectador. El arte de Goya, como el de Dostoievski, parece un punto de inflexión en la historia de la aflicción y los sentimientos morales: es tan profundo como original y exigente. Con Goya entra en el arte un nuevo criterio de respuesta ante el sufrimiento
(…) El pie de una fotografía ha sido, por tradición, neutro e informativo: una fecha, un lugar, nombres. Es improbable que una fotografía de reconocimiento de la Primera Guerra Mundial (cuando por primera vez se hizo uso extensivo de cámaras para el espionaje militar) se titulara «¡Cuánta urgencia de invadir!» o se anotara en la radiografía de una fractura múltiple «¡Tal vez el paciente quede cojo!». Tampoco ha de ser preciso hablar en nombre de la fotografía con la voz del fotógrafo, ofreciendo garantías de la veracidad de la imagen, como hace Goya en Los desastres de la guerra al escribir al pie: «Yo lo vi». Y debajo de otra: «Esto es lo verdadero». Por supuesto, el fotógrafo lo vio. Y salvo que se haya falsificado o tergiversado, es lo verdadero.
El habla común fija la diferencia entre las imágenes hechas a mano como las de Goya y las fotografías, mediante la convención de que los artistas «hacen» dibujos y pinturas y los fotógrafos «toman» fotografías. Pero la imagen fotográfica, incluso en la medida en que es un rastro (y no una construcción elaborada con rastros fotográficos diversos), no puede ser la mera transparencia de lo sucedido. Siempre es la imagen que eligió alguien; fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir.
Las fotografías tenían la virtud de unir dos atributos contradictorios. Su crédito de objetividad era inherente. Y sin embargo tenían siempre, necesariamente, un punto de vista. Eran el registro de lo real —incontrovertibles, como no podía llegar a serlo relato verbal alguno pese a su imparcialidad— puesto que una máquina estaba registrándola. Y ofrecían testimonio de lo real, puesto que una persona había estado allí para hacerlas.
El espectáculo en la tragedia
Que un sangriento paisaje de batalla pudiera ser bello —en el registro sublime, pasmoso o trágico de la belleza— es un lugar común de las imágenes bélicas que realizan los artistas. La idea no cuadra bien cuando se aplica a las imágenes que toman las cámaras: encontrar belleza en las fotografías bélicas parece cruel. Pero el paisaje de la devastación sigue siendo un paisaje. En las ruinas hay belleza. Reconocerla en las fotografías de las ruinas del World Trade Center en los meses que siguieron al atentado parecía frívolo, sacrílego. Lo más que se atrevía a decir la gente era que las fotografías eran «surrealistas», un eufemismo febril tras el cual se ocultó la deshonrada noción de la belleza. Pero eran hermosas, muchas de ellas: de fotógrafos veteranos como Gilles Peress, Susan Meiselas y Joel Meyerowitz, entre otros. El solar mismo, el cementerio masivo que recibió el nombre de Zona Cero, era desde luego cualquier cosa menos bello. Las fotografías tienden a transformar, cualquiera que sea su tema; y en cuanto imagen, algo podría ser bello —aterrador, intolerable o muy tolerable— y no serlo en la vida real.
Lo que hace el arte es transformar, pero la fotografía que ofrece testimonio de lo calamitoso y reprensible es muy criticada si parece «estética», es decir, si se parece demasiado al arte. Los poderes duales de la fotografía —la generación de documentos y la creación de obras de arte visual— han originado algunas notables exageraciones sobre lo que los fotógrafos deben y no deben hacer. Últimamente, la exageración más común es la que tiene a estos poderes por opuestos. Las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas, del mismo modo que los pies de foto no deberían moralizar. Siguiendo este criterio, una fotografía bella desvía la atención de la sobriedad de su asunto y la dirige al medio mismo, por lo que pone en entredicho el carácter documental de la imagen. La fotografía ofrece señales encontradas. Paremos esto, nos insta. Pero también exclama: ¡Qué espectáculo!
Exhibición de atrocidades
Cuanto más remoto o exótico el lugar, tanto más expuestos estamos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos. Así, el África poscolonial está presente en la conciencia pública general del mundo rico —además de su música cachonda— sobre todo como una sucesión de inolvidables fotografías de víctimas de ojos grandes: desde las figuras hambrientas en los campos de Biafra a finales de los sesenta, hasta los supervivientes del genocidio de casi un millón de tutsis ruandeses en 1994 y, unos años después, los niños y adultos con las extremidades cercenadas durante el programa de terror masivo conducido por las RUF, las fuerzas rebeldes de Sierra Leona. (Las más recientes son las fotografías de familias enteras de aldeanos indigentes que mueren de sida). Estas escenas portan un mensaje doble. Muestran un sufrimiento injusto, que mueve a la indignación y que debería ser remediado. Y confirman que cosas como ésas ocurren en aquel lugar. La ubicuidad de aquellas fotografías, y de aquellos horrores, no puede sino dar pábulo a la creencia de que la tragedia es inevitable en las regiones ignorantes o atrasadas del mundo; es decir, pobres.
Crueldades e infortunios comparables solían sucederse en Europa también; crueldades que rebasan en dimensión y crudeza todo lo que se nos pueda mostrar hoy día de las regiones pobres del mundo sucedieron en Europa hace sólo sesenta años. Pero el horror parece haber desocupado Europa, desocupado por tiempo suficiente como para que el pacífico estado de cosas actual parezca inevitable. (Que hubiera podido haber campos de exterminio, una ciudad sitiada, y miles de civiles masacrados y arrojados a fosas comunes en suelo europeo cincuenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial le confirió a la guerra en Bosnia y a la campaña serbia de asesinatos en Kosovo un interés singular y anacrónico. Pero uno de los principales modos de entender los crímenes de guerra cometidos en el sureste de Europa en los años noventa ha sido afirmar que los Balcanes, a pesar de todo, nunca fueron en realidad parte de Europa).
Por lo general, los cuerpos gravemente heridos mostrados en las fotografías publicadas son de Asia y África. Esta costumbre periodística hereda la antigua práctica secular de exhibir seres humanos exóticos; es decir, colonizados: africanos y habitantes de remotos países asiáticos eran presentados como animales de zoológico en exposiciones etnológicas organizadas en Londres, París y otras capitales europeas desde el siglo XVI hasta comienzos del XX. En La tempestad, lo primero que se le ocurre a Trínculo al encontrarse con Calibán es que podría presentarlo en una exposición en Inglaterra: «Y no habría tonto de feria que no diera plata… No dan un céntimo para aliviar a un cojo, pero se gastan diez en ver a un indio muerto». La exhibición fotográfica de las crueldades infligidas a los individuos de piel más oscura en países exóticos continúa con esta ofrenda, olvidando las consideraciones que nos disuaden de semejante presentación de nuestras propias víctimas de la violencia; pues al otro, incluso cuando no es un enemigo, se le tiene por alguien que ha de ser visto, no alguien (como nosotros) que también ve. Pero sin duda el soldado talibán herido que ruega por su vida y cuyo destino se retrató de modo destacado en The New York Times también tenía una mujer, hijos, padres, hermanas y hermanos, algunos de los cuales quizás algún día se hallen con las tres fotografías en color de su esposo, padre, hijo, hermano al que se masacra; si acaso no las han visto ya.
Museos selectivos
Toda memoria es individual, no puede reproducirse, y muere con cada persona. Lo que se denomina memoria colectiva no es un recuerdo sino una declaración: que esto es importante y que ésta es la historia de lo ocurrido, con las imágenes que encierran la historia en nuestra mente. Las ideologías crean archivos probatorios de imágenes, imágenes representativas, las cuales compendian ideas comunes de significación y desencadenan reflexiones y sentimientos predecibles. Las consabidas fotografías de cartel —la nube en forma de hongo de una prueba atómica, Martin Luther King Jr. al pronunciar un discurso frente al monumento a Lincoln en Washington D.C., el astronauta que camina en la Luna— son los equivalentes visuales de los eslóganes incesantes en los medios. Conmemoran, de un modo no menos palmario que los sellos de correos, Momentos Históricos Importantes; y en efecto, las fotografías triunfalistas (salvo la de la bomba atómica) se convierten en sellos de correos. Por fortuna no hay una sola foto que identifique los campos de la muerte nazis.
(…) Las fotografías del sufrimiento y el martirio de un pueblo son más que recordatorios de la muerte, el fracaso, la persecución. Invocan el milagro de la supervivencia. Ambicionar la perpetuación de los recuerdos implica, de modo ineludible, que se ha adoptado la tarea de renovar, de crear recuerdos sin cesar; auxiliado, sobre todo, por la huella de las fotografías icónicas. La gente quiere ser capaz de visitar —y refrescar— sus recuerdos. En la actualidad los pueblos que han sido víctimas quieren un museo de la memoria, un templo que albergue una narración completa, organizada cronológicamente e ilustrada de sus sufrimientos. Los armenios, por ejemplo, han reclamado durante mucho tiempo un museo en Washington que dé carácter institucional a la memoria del genocidio del pueblo armenio que perpetraron los turcos otomanos. Pero ¿por qué aún no existe, en la capital de la nación, que es una ciudad de abrumadora mayoría afroamericana, un Museo de la Historia de la Esclavitud? En efecto, no hay un Museo de la Historia de la Esclavitud —toda la historia, desde el comercio de esclavos en la propia África— en ningún sitio de Estados Unidos. Al parecer es un recuerdo cuya activación y creación son demasiado peligrosas para la estabilidad social. El Museo Conmemorativo del Holocausto y el previsto Museo y Monumento al Genocidio Armenio están dedicados a lo que no sucedió en Estados Unidos, así, la obra de la memoria no corre el riesgo de concitar una resentida población nacional contra la autoridad.
Contar con un museo que haga la crónica del colosal crimen de la esclavitud africana en Estados Unidos de América sería reconocer que el mal se encontraba aquí. Los estadounidenses prefieren imaginar el mal que se encontraba allá, y del cual Estados Unidos —una nación única, sin dirigentes de probada malevolencia a lo largo de toda su historia— está exento. Que este país, como cualquier otro, tiene un pasado trágico no se aviene bien con la convicción fundadora, y aún todopoderosa, del carácter excepcional de Estados Unidos. El consenso nacional sobre la historia estadounidense, según el cual es una historia de progreso, constituye un nuevo marco para fotografías dolorosas: centra nuestra atención en los agravios, tanto aquí como en otros lugares, para los que Estados Unidos se tiene por solución o remedio.