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Roberto Bolaño: la experiencia no es nada, la lectura es todo
Lector incansable y polemista permanente, el narrador y poeta chileno tejió a lo largo de su vida una relación cercana con la literatura argentina, a partir de la admiración por la obra de Borges, Di Benedetto y Manuel Puig, entre muchos otros. En su nuevo libro, Los puentes salvajes (Editorial Crack-Up, 2023), el escritor y periodista Walter Lezcano desanda el camino que une el universo del autor de 2666 con el sistema literario nacional. Leé un adelanto.

Introducción. La experiencia no es nada, la lectura es todo

por Walter Lezcano

 

Para un escritor, más importante que los viajes es tener una buena biblioteca, saber algo de sintaxis

y tener la suficiente lucidez para reconocerse a sí mismo valiente o cobarde.

(Roberto Bolaño)

 

Víktor Shklovski, el extraordinario teórico literario, conductor de tanques de guerra y miembro fundador del OPOJAZ, el grupo de formalistas rusos de comienzo del siglo XX, dijo en su conmovedor libro de memorias Érase una vez/ La tercera fábrica: “De todas las influencias que se ejercen en la historia de una literatura, la principal es la de las obras sobre las obras”.

Teniendo en cuenta que el formalismo desechaba completamente lo biográfico y las condiciones de escritura cuando se referían a una poética, esta afirmación de Shklovski deposita toda la confianza en la palabra y en los textos ajenos como únicas herramientas posibles para la configuración de un territorio personal donde, luego, el escritor desplegará sus materiales. Entonces, la vida, la biografía y las experiencias son, apenas, una de las manifestaciones más notorias del azar: no son determinantes ni sirven para el armado de un mundo propio, personal, reconocible. ¿Es realmente así?

Pensemos en dos escritores fuera de serie que muestran las variantes de lo que significa vivir para contarlo. Por un lado, está Ernest Hemingway. Él parece ser la figura universalmente reconocida como el escritor de la experiencia. Alguien cuya vida heroica (la guerra civil en España, la revolución de Castro en Cuba, la fiesta intelectual en París) se vuelve mítica en el momento de ponerla en el papel. Hemingway, en apariencia, vivía para conseguir material suficiente como para ponerse a escribir. Sin eso, sin la fibra aventurera y existencial palpable, no podía comenzar su escritura. Por quién doblan las campanas, París no se acaba nunca, El viejo y el mar, por nombrar unas pocas obras, así lo demuestran.

Algunos biógrafos aseguran que Hemingway, ya derrotado por el paso del tiempo, encontró en el suicidio su último acto de valentía, de arrojo hacia el fondo de la experiencia. Su propio viaje al fin de la noche.

En el otro extremo está el fabuloso Franz Kafka. El creador de El proceso era un modesto empleado de una aseguradora, muy frágil de salud, vegetariano, que tuvo una vida más que apacible en términos de experiencias físicas arriesgadas. Le escribió a Felice Bauer, uno de los grandes amores epistolarios de su existencia, una carta fechada el 1o de noviembre de 1912 donde le contó:

Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, para ser barridos. Ahora bien, desde siempre mis energías han sido lamentablemente escasas, y el resultado natural de esto, aunque yo no lo haya reconocido abiertamente, ha sido la necesidad de hacer economías por todos lados, de probarme un poco en todos los terrenos, con objeto de preservar unas fuerzas a duras penas suficientes para lo que me parecía el principal fin mío.

Y en otra carta le escribió esto:

Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo. Lo único que quizás no perseverase, y al primer fracaso, tal vez inevitable incluso en tales condiciones, no podría menos que hundirme en la más grande de las locuras: ¿qué dices a esto, mi amor? ¡No retrocedas ante el habitante de la cueva!

Son dos ejemplos únicos de escritores que muestran las posibilidades más radicales en cuanto a la relación de la experiencia, la lectura y la escritura. Sin embargo, entre esos dos extremos hay otras maneras intermedias de abordar la cuestión. El escritor y periodista Rodrigo Fresán asegura que hay dos clases de escritores: los lectores que escriben y los escritores que leen. Es una clasificación un tanto caprichosa, como toda categorización, pero que tiene algo de verdad en su centro neurálgico. En cualquiera de los dos casos, los libros y el hecho de sumergirse en ellos funcionan como algo vital y necesario, como herramientas insoslayables de formación. La biblioteca (en un sentido borgiano, es decir: infinito), y no el cúmulo de experiencias o las anécdotas memorables de una vida, es el verdadero taller literario.

En su célebre Mientras escribo, Stephen King da, en la posdata, su último consejo para escritores: Vivan. Vivir, entonces, es para el norteamericano una de las canteras de dónde ir a buscar los materiales con los cuales se construyen las ficciones. Y, como último ejemplo, también está el gran borracho norteamericano llamado Charles Bukowski que en una de las tantas entrevistas que le hicieron dijo lo siguiente: “Solo se puede escribir cuando se vive”. Nuevamente, aparece esta dualidad frente a la literatura y los materiales que la nutren: la vida o las lecturas. Por supuesto, no es una rivalidad incuestionable. La lectura sigue y seguirá siendo una de las puertas más certeras hacia el viaje y la experiencia. El tiempo de lectura no es un momento de suspensión en la rutina cotidiana, en absoluto: es tiempo vivido, con todo lo que eso significa.

Una pregunta recurrente del periodismo cultural a los escritores es si construyen sus libros o la voz que los identifica a partir de lo que vivieron o de lo que leyeron. Y los escritores responden con mayor o menor cantidad de tedio. Pero siempre queda sobrevolando la presunción, muchas veces errónea, de que es la biografía la que configura una obra.

Pero no siempre es así.

A veces los libros se escriben gracias a que antes existieron otros libros. Así es, se trata de saquear todo lo que se pueda de los que hicieron un mejor trabajo. Lo que no deja de ser, en algún sentido, un acto de admiración. Tal vez el más notable. Y estas acciones no se refieren a la metatextualidad o la apropiación de una cosmovisión ni al plagio liso y llano. Es el hecho de que existen escritores que entablan relaciones literarias con ciertas obras con los cuales se sienten profundamente emparentados.

Lo que nos lleva de forma directa hacia el objeto de este ensayo: la relación del escritor Roberto Bolaño y parte de la mejor literatura argentina del siglo XX.

 

Portada de Los puentes salvajes (Crack up, 2023).

 

Roberto Bolaño fue un lector impenitente, omnívoro, insaciable y, por cuestiones de escasez económica en su juventud, caótico. No paraba nunca de leer. Esa es la representación que circula alrededor de él sin haberlo conocido en profundidad. Poesía, narrativa, ensayos, textos dramáticos, todo pasaba por sus manos sin que él se esforzara por discriminar, como si fuera una máquina imbatible. Las fotos que lo muestran con sus anteojos y esa sonrisa a la que le faltaban algunos dientes no hacen más que reforzar esa impresión: se preocupaba más por lo que pasaban por sus ojos que lo que ocurría con su boca.

En muchas entrevistas, algunas de ellas están en YouTube, contó sus aventuras de formación como lector y siempre habló del robo de libros y de la discontinuidad como un programa improvisado al que se supo acoplar muy bien. La cultura, entonces, como un lugar de privilegio al que hay que saquear. No leía todo lo que quería, sino que leía lo que podía conseguir. El eslabón económico tuvo su incidencia para que Bolaño se forme como lo hacen los pobres: con lo que tenía al alcance de la mano. Fue, en muchos sentidos, una formación a la manera de otro Roberto, en este caso argentino: Arlt. Y ahí hay una clave para poder entender el lenguaje de las obras de Bolaño.

Fabián Casas explica bien en su ensayo, Simpatía por el demonio, de qué manera los dos autores tenían una concepción parecida de cómo encarar el trabajo con la lengua:

El lenguaje de Bolaño no es como el de, por poner un ejemplo, César Vallejo o Ricardo Zelarrayán, que son casi intraducibles, sino que tiene algo del de Roberto Arlt que podía poner la palabra “jamelgo” sin problemas porque eso era lo que leía en las traducciones de las obras de sus queridos rusos.

Acá aparece otra vez la cuestión: el corpus de lectura como determinante para delinear una geografía particular y reconocible. Y tanto en el caso de Bolaño como en el de Arlt, ya lo dijimos anteriormente, no hubo ningún plan previo ni mapa trazado de antemano sobre lo que tenían que leer: eso llegó como una forma de traición a los carriles naturales de acceso a la cultura.

El recorrido geográfico de Roberto Bolaño fue la de un verdadero aventurero errante. Vivió como si Latinoamérica fuera una suerte de hogar. Residió en Chile, nació y vivió en un lugar llamado Los Ángeles, y en México, lugar donde hizo su educación sentimental a todo nivel. Luego volvió a Chile por un breve y riesgoso periodo, el de la dictadura de Augusto Pinochet. Finalmente recaló en España, donde murió a la tierna edad de 50 años.

En cada uno de estos países que mencionamos, leyó y sustentó una relación intensa con la literatura. Sobre todo en México, donde creó junto a su querido amigo Mario Santiago Papasquiaro y el poeta Bruno Montané, entre otros, el infrarrealismo, un movimiento poético radical que se encargó de ser una violenta molestia para la poesía mexicana y para los grandes nombres de la época, como por ejemplo Octavio Paz. Sin embargo, se encargó y preocupó de mantener con la literatura argentina una relación intensa y productiva que la acompañó a lo largo de toda su vida. Y eso es algo que irrumpe en la obra de Bolaño de una manera innegable. Por supuesto que le interesaba la literatura chilena, mexicana, española y de otras lenguas. Pero con las obras y autores argentinos pudo construir una relación duradera que se tradujo en una escritura relevante, incluso imprescindible para comprender la literatura de comienzo de siglo XXI en Latinoamérica. Y acá, volviendo a Shklovski, podemos hablar de una verdadera influencia. Y de las más fructíferas del último tiempo en esta parte del mundo. Sin ir más lejos, en el relato Sensini, perteneciente al libro Llamadas telefónicas, que habla del escritor mendocino Antonio Di Benedetto, el narrador cuenta:

En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del DF, antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini.

Y en una entrevista del año 1998 en el suplemento Radar del diario Página 12, Bolaño le cuenta lo siguiente al escritor y editor Juan Forn:

Me dediqué a mediados de los 70 a leer anárquicamente toda la narrativa latinoamericana que pude: Felisberto Hernández, Rulfo, Monterroso. Y muchos argentinos: no solo Borges, Arlt, Bioy Casares, Cortázar. Una de las cosas que me maravillaba de la literatura argentina, en aquellos años míos de formación, era que podía ser leída como una literatura, y no como uno o dos nombres sobresalientes, que era lo que pasaba con la mayoría de las otras literaturas del continente, salvo tal vez la mexicana. Algo así pasa en poesía, con Chile o Nicaragua. Pero no en narrativa, salvo con los argentinos, que siempre tienen tres o cuatro grandes figuras, pero detrás hay muchos otros escritores y todos de una calidad por encima de la media. De aquellos años recuerdo, por ejemplo, los cuentos de Abelardo Castillo y de Rodolfo Walsh. Di Benedetto, por supuesto. Y después Manuel Puig, del que he leído todo y me parece un maestro. Y también Osvaldo Soriano.

Para ser claros, Roberto Bolaño tendió puentes, creó vínculos, estableció redes de filiación, buscó aliados e intentó armar cánones con nuestro sistema literario argentino. Tanto desde su ficción (La literatura nazi en América, Los detectives salvajes, 2666, Sensini, El gaucho insufrible, entre otros) como con sus declaraciones en entrevistas, en la escritura de artículos periodísticos (El increíble César Aira, Ese extraño señor Pauls, Neuman, tocado por la gracia, Todos los temas con Fresán) y en polémicas conferencias (Derivas de la pesada, por nombrar una sola). Y eso lo hizo con una convicción ardiente, honesta y, por momentos, desatada. ¿Qué lo llevó a hacer todo esto? ¿Cuál era su intención detrás de tanta insistencia? Como un intruso persistente, Bolaño arremetía una y otra vez a favor y en contra de lo que ocurría en la literatura argentina. ¿Quería formar parte de ella como quien se hace los trámites de cambio de nacionalidad? No lo creo. Tal vez, solo era un lector atento. O quizás, había encontrado su lugar de pertenencia. Así como Blanes, en España, fue el espacio que eligió para pasar sus últimos años de vida, la literatura argentina fue el sistema que eligió para formar parte, batirse a duelo y robar lo que hiciera falta para poder subsistir a nivel simbólico.

No lo sabemos con certeza pero ahí vamos. De todo eso hablaremos en este libro.

 

 

 

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Walter Lezcano

Nació en Goya, provincia de Corrientes, Argentina, en 1979 y se crió en la localidad de San Francisco Solano, en la provincia de Buenos Aires. Escritor, poeta, ensayista, periodista freelance y docente de secundario. Publicó más de veinte títulos, entre novelas, cuentos y poemarios, la mayoría en editoriales independientes. Además, fundó su propio sello editorial: Mancha de aceite.

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