La escritora argentina, fallecida en 2018, describe en esta crónica los colores, el habla y las contradicciones de Río de Janeiro y sus habitantes.
*Por Hebe Uhart
Foto de portada por Rene Burri
El poeta paulista Mario de Andrade escribió estos versos, inspirados en el Carnaval de Río de Janeiro.
Ansia heroica de mis sentidos
para acordar el secreto de seres y cosas,
soy el compás que me une todos los compases,
yo bailo en poemas multicoloridos.
Todo en Río es colorido y todo es mucho. Mucha gente en la calle, muchas actividades dispares, mucho ruido. Se ve que el ruido no les molesta porque han importado con placer un aparato que aumenta la intensidad de los sonidos, para oír más y mejor. Río vendría a ser como una sintonía coral donde hay mucho de todo: en una postal hay diez tucanes (el tucán es frecuente como motivo decorativo, y como símbolo político equivale al halcón: en un brazo de semáforo hay diez pajaritos posados). Mientras muchos van a la playa, otros pasan por la calle con canastos, barras, envíos. Los autos embisten y la gente suele cruzar la calle corriendo. En la plaza central, en el monumento al general Osorio, sólo se destacan nítidos el general y su caballo; debajo, una masa informe de combatientes brumosos, vivos, muertos, heridos. Me recuerda a Spinoza: mientras unos viven, otros mueren; unos se levantan, otros se acuestan, todas las variedades no hacen más que reflejar la unidad de la naturaleza. En Río uno siente vivamente (…) entre los cuerpos, el calor, la playa, los bailes, los corrillos alrededor de los que danzan capoeira en el centro, hacen que uno se sienta un cuerpo participando de algo corporativo, grupal.
Clarice Lispector se hace eco de esa intensidad de vida. Dice: “No quiero ser biografía, quiero ser bio”. Los cariocas, para afrontar la fuerza de ese mar, de esos cerros, de esa belleza, para afirmarse, hablan en tono rotundo, indubitable, nombrar es inaugurar. Tienen un pasado imperial y se deja ver, las calles están llenas de nombres de duques y marqueses: Rua Marqués de Ouro Preto, Rua Vizconde de Pirajá, Barón de Mauá, Rua Reina Elizabeth.
En la parte lateral de la iglesia de Santa Cruz hay muchas funerarias de militares muertos: cada una tiene un sobrerrelieve de cabeza con yelmo cerrado y esta inscripción: “La imperial hermandad de Santa Cruz de los militares al teniente X”. Algunos mozos de bares y hoteles sirven con conciencia de la dignidad del servicio; ponen énfasis en cargar la bandeja y, en cualquier situación compleja, hay siempre un mediador, que viene a ser traductor, esclarecedor o compaginador. La palabra es concertar, las situaciones deben ser concertadas. Sí, hay una armonía pero prima la palabra del padre, la voz del padre, que necesita un mediador, unos conciliábulos para dar tudo certo y después anunciar la verdad, con esa voz campanuda y rotunda. Falta poco para las elecciones generales y no hay debate político en la televisión carioca; parece que los indecisos no conocen a los candidatos. Pero en el Jornal do Brasil, por ser el día del padre, hay dos páginas centrales donde los hijos rinden homenaje a sus padres de estas formas:
Mi padre es mucho mejor
Nadie vence a mi padre
Padre, tú eres mi partido.
Movimiento del padre que lo sabe todo y cumple.
Mi padre a la cabeza.
En el año de elección, yo voto a mi padre.
Río exhibe todo. Refiriéndose a la Rua do Ouvidor, una crónica del siglo pasado dice: “Es más un salón que una calle”. La antigua y hermosa Rua do Ouvidor, tan bien conservada, con sus puertas y balcones pintados de azul, y cerrando el fondo, una pared color naranja.
Río exhibe todo: sus jardines, su pasado, sus mendigos, su belleza, su fealdad. Come en el restaurante un obeso de doble panza, una sobre la otra, su remera no llega hasta abajo, pero a él no le importa. Los mendigos circulan por la calle sin miedo propio ni ajeno: uno de ellos peroraba con una barra de hierro larguísima en su mano, nadie parecía asustarse. Otro, teñido de rubio, convidaba a todo el que pasaba con un pan que mojaba en una lata de Coca-Cola. Otra mendiga, cuya enagua o lo que fuera que le colgaba como una cola de gala, se sentó en un bar frente a unas señoras de clase media y consumió como cualquier cliente. En el lujoso edificio del complejo multimedia Manchete, una señora trasladaba de un piso a otro una ropa enfundada y, sobre la funda, de modo visible y prácticamente tangible para los viajeros del ascensor, dos corpiños y dos bombachas. Pero también en esta exhibición se rescata el pasado: el predio de la fundación Ruy Barbosa, destinado a investigaciones históricas y sociológicas, ha respetado el jardín tal como era, están las enormes palmeras, tinglados donde crece una especie de parra y también los patos y gansos que habría antes. Delante, un arenero con juegos en los que hay madres con chicos merendando. Es un museo, un centro de investigación, pero sin su acartonamiento frecuente.
El carioca no parece amante de las definiciones tajantes, ni deseoso de señalar la diferencia entre lo que es y lo que debería ser. Mis diálogos eran más o menos así:
–En esa esquina debería haber un semáforo, es un cruce peligroso.
Interlocutor:
–Debería, sim, mas não existe.
Y ningún comentario posterior, porque tal vez deberían existir los elefantes azules. Otro diálogo en un parque:
–Señora, ¿cómo se llama ese pajarito?
–Acho que rolinha não é mesmo.
Consulta al mediador: ¿Você acha que é rolinha?
Mediador:
–Acho que não.
Y ahí termina la conversación, aprendí lo que no es el pájaro, ninguna preocupación por no saber o averiguar.
Por un lado, los cariocas parecen más antiguos que los rioplatenses y, por otro, más modernos. Parecen más antiguos por el lenguaje, con sus “angora” y “mesmo”, “mulher”, como si la lengua fuera una mezcla de latín con algún gauchesco exótico y caprichoso. Pero cuando salen de la playa y entran en la ciudad semidesnudos pero limpios, con apenas una toalla debajo del brazo que llevan como minúsculo paquete, parecen ciudadanos del futuro.
Río exhibe sus deseos y sus sueños en sus pinturas y artesanías. Las paredes de un restaurante italiano están decoradas con un fresco que quiso ser Botticelli: pero los colores son más subidos; la puerta del restaurante está toda ocupada por una nereida con corona de oro; su pelo enroscado está hecho de mil serpientes; dos pescados la muerden; la sirena con una mano agarra un cangrejo y con la otra, un hipocampo. Dentro del local, hay un enorme barco que abarca todo el espacio central que dejan las mesas. En una feria artesanal se ven dos brazos cruzados; los brazos están cubiertos de un cuero similar al nonato y al terciopelo negro. Pero… no son manos, son garras de algún enorme animal de presa. Manos de águila enjoyadas. Un dibujante que pide limosna exhibe una paloma de grandes ojos verdes de persona: la paloma tiene una mirada rabiosa.
¿De dónde les viene a los cariocas la afición por ciertos nombres como Eneida, Eneas, Mauritonio, Flavio, Plinio? Tal vez del pasado imperial o del gusto por las biografías y las mitologías.
Abundan los programas televisivos con intención educativa donde se presentan mitos e historia de Roma; el efecto es un tanto posmoderno, como si creyeran en la reencarnación. Cuando Marco Aurelio le dice a un centurión: “Estoy muy ocupado, no puedo atenderte”, le falta el celular. Y conservan la forma de nombrar las cosas, los epítetos, algún elemento mítico por el cual el nombre realza el objeto; más aun, lo produce. El letrero del hotel Gloria, aludiendo a su color, reza: “Nuestra casa blanca”. En el puesto seis de Copacabana, se lee un cartel al frente de un local: “Homenaje al frescobol, inventado en Brasil en los años cincuenta, único deporte con espíritu deportivo, sin disputa entre vencedores y vencidos”.
¿Qué es el frescobol? La pelota paleta en la playa. A un prestigioso cómico se lo llama “el atleta de la palabra”. Lo que une la idea de competencia a la idea de que la palabra es una fuerza que gana.
Mirando una tienda con vestidos de novia, me detengo en el traje de la madrina; parece la ilustración del vestido de un hada para cuentos infantiles. Le digo a la vendedora, muy simpática, que parece el vestido de un hada. Me responde:
–¿Y acaso el casamiento no es un sueño?
Algo de razón tiene, ¿pero cumplirán los brasileños sus sueños? El país tiene dieciocho millones de analfabetos (declarados). Cardoso dijo, en 1996, que haría las reformas necesarias para extinguir las desigualdades y que convertiría Brasil en el país de los sueños de todos. Pero en Río el desempleo sigue subiendo y es visible la decadencia en Flamengo, Botafogo y en la misma Copacabana: el barrio semielegante de otrora se convirtió en un lugar donde venden comida por gramos. ¿Se puede conciliar el optimismo que exhibe la televisión con sus bienintencionados programas educativos, desde donde se le enseña a la gente a pronunciar la palabra “abogado”, con lo que se ve y se presiente? Desde hace mucho tiempo, los brasileños consideran a los cariocas como flojos, irresponsables y frívolos. En un libro apasionante, El imaginario de la República en Brasil, José Murilo de Carvalho cuenta cómo se instauró el régimen republicano y la desconfianza de los paulistas frente a las decisiones políticas de los cariocas. No era para menos, había tres ideologías para legitimar la República: la liberal, la jacobina y el positivismo cotidiano. Pero, además, dice Murilo: “La República se instauró en un momento de especulación económica y de afán de lucro incompatibles con la virtud republicana”. Hay que añadir el fuerte peso militarista que era incompatible, a su vez, con el positivismo de Comte. Por otra parte, el partido republicano estaba en crisis en Río; su jefe, Saldanha, renunció y escribió a los paulistas en 1889: “Disciplinar este partido es una tarea superior a las fuerzas de cualquiera”. Un poema de la época, en su afán de concertar, dice:
Pues deben los brasileños,
sin importar su opinión
unirse en este día para rendirle devoción.
Por lo tanto, vosotros, monárquicos y vosotros anarquistas,
uníos a los positivistas con los corazones palpitantes.
En la instauración de la República no hubo ninguna participación popular: la gente no sabía lo que pasaba. Para aumentar las contradicciones, Comte consideraba que la raza negra era superior a la blanca y la mujer, al hombre. Tampoco la pavada; finalmente, después de largas indecisiones sobre la imagen de la República (si algo que tendiera a la de Comte, que la quería madre u otra) fue representada por una mujer blanca. Los mismos que adherían a la idea de Comte de que la mujer era superior no permitían que la mujer participara en política: no era usual. A comienzos del siglo, un ministro de Hacienda fue acusado de haber reproducido el retrato de su amante en un billete del tesoro, representación de la República.
En relación con esa curiosa tendencia a reconciliar lo irreconciliable, recuerdo a una peluquera que conocí en un viaje anterior. Ella iba a bailar al Carnaval, pero también asistía a los retiros y las charlas que hacía la iglesia para advertir a los fieles de los pecados y ofensas a Dios que se hacían durante el Carnaval. “¿Cómo puede ser?”, le pregunté. Y me respondió: “El Carnaval es muy bonito, pero ¡el padre también habla muy bonito! Es un placer escucharlo”.
*Este texto forma parte de Viajera crónica (2011, Adriana Hidalgo).
(Seguí leyendo el especial sobre Brasil)