Se cumplen dos décadas de la muerte del escritor santafesino, el 11 de junio de 2005, en París. Un autor cuya lectura propone suspender el tiempo y frenar el flujo de la vida moderna.
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Por Paola Toselli
Fotos por Silvana Colombo
Son cerca de las ocho de la mañana, quizás ocho menos cuarto. Lo sé porque los maullidos de mi gata se tornan insoportables en su demanda —siempre a la misma hora—. Entonces mis manos aletean desesperadas en esa materia pegajosa e impertinente que es el sueño, solo para intentar, inútilmente, llevarse esa arenilla fina y destellante que hay en el fondo del río, y observar, con un dejo de resignación, una vez en la superficie, que solo he traído piedras y algunos residuos dejados por los bañistas, que pasaron por este río antes que yo.
He soñado con alguno de los libros de Saer. Viene sucediendo desde que me he internado, con voluntad de tesista, en esa región laberíntica que pareciera llevarme de un libro a otro y del mismo al anterior, una y otra vez; así, sin final. He soñado, no sé con cuál de ellos. Por la mañana leí A medio borrar y anoté: “la nostalgia de Pichón Garay: irse de una región que le perteneció por añadidura [a propósito del Gato]”; y por la tarde leí La ocasión y recordé la entrevista que Florencia Abbate le hizo a Saer para Revista Ñ, donde le remarcaba que había un derrotero celoso en varios de sus personajes, incluso voyeurista.

Con Saer siempre se trata del ver. En una ponencia, hace unos años, María Alma Morán —de las mejores investigadoras de la relación Saer-Proust— comentaba algo así como que, en ambos autores, lo óptico cobraba una importancia gravitante en la narración. En Saer, siempre se trató de esa composición de las imágenes, de esa presentación de una ventana desde la cual mirar, de un personaje que se pone a disposición para comentar lo que ha visto, de su narrador, lisa y llanamente, diciendo: “Ahora veo”.
Mi primera lectura de Saer fue El limonero real. Sé que la mayoría de la crítica —y de esa mayoría destaco a Beatriz Sarlo— siempre han recomendado empezar por Cicatrices, novela de des-aprendizaje (como indica también la crítica). Yo comencé, obligada por el programa de una materia, a leer, entonces, a Wenceslao y a su mujer despertar una y otra vez, en un día que se extiende lo que dura toda la narración, y que me arrojó, por vez primera, a la zona, a ese paisaje acuático donde se conjugan memoria y melancolía, a ese mundo de desplazamientos de personajes que Saer pone a comer, a fumar, a fornicar, a charlar y a ver. No pasa mucho más que eso en sus narraciones. Sus personajes son entrañables no solo por su iteración, sino por su relación tan íntima con la partícula humana. Insisten en ser a pesar del dolor y del fracaso, o quizá a propósito de ellos, como ese instante en Glosa cuando el Matemático se da cuenta de “la desesperación que sentimos cuando comprobamos que, por intenso que sea nuestro deseo, los planes de lo exterior no lo tienen en cuenta”. Sus personajes son porque fracasan.
En rigor de verdad, en esa materia fui obligada a elegir entre Zama, de Di Benedetto, o El limonero real. Yo elegí a Saer sin saber que su literatura me devolvería de inmediato a la de Di Benedetto, y también a la de Onetti, y a la poesía de Juanele, y a Flaubert, y a James, y a Proust, y a Kafka, y a un sinfín de lecturas juveniles que fueron teñidas por “lo saeriano”. En esas Jornadas Saer que mencionaba un poco más arriba, Martín Prieto, a propósito de su libro Juan José Saer en la literatura argentina, comenta que un gran escritor es aquel que le genera un problema a la literatura, que puede hacer de su nombre propio un adjetivo: lo borgeano, lo kafkiano, lo proustiano.

Lo saeriano entra así en la literatura para bañar de otro tiempo y de otra densidad todo lo que se puede decir. La realidad, en Saer, se presenta desde una mirada oblicua, refractaria, que se detiene en pequeños detalles que se repiten en diferentes planos y que toman el mismo paisaje una y otra vez, como si naciera de nuevo en cada sintagma. El lenguaje se rinde ante ese narrador que se para, mira y dice: ¿no? En Saer es palpable ese rastro de oralidad, el rastro de la conversación, el “digamos”, el “pongamoslé”, el “¿no cierto?”. Los personajes de Saer ponen en juego, en la modulación del lenguaje, una nueva manera de acercarse a la realidad y sus materiales, ese nuevo reparto de lo sensible que propuso Rancière. El lenguaje es ese espacio de fronteras movibles y difusas al que el hombre pertenece y retorna, como un recién venido, como quien vuelve a su casa natal.
Saer propone esta visión de lo nacional asociado a la infancia mediante el lenguaje: la patria es el lenguaje. La zona entonces es la experiencia de esa región mítica que acompaña a sus personajes en sus ires y venires, como le sucede a Pichón Garay, medio borrado de la zona y devuelto en La Pesquisa. La identidad de Pichón se configura desde el lenguaje: “Me llamo, digo, Pichón Garay, es un decir”. En el mismo acto de enunciación donde decide erigir su identidad como una construcción discursiva, Saer aclara que es un decir. La enunciación se presenta bañada por la fragilidad de lo posible. El lenguaje, entonces, actúa como fijación y como vaciamiento: es la casa natal vacía donde el sujeto ya no se reconoce.
Es densa la lectura saeriana. Esa primera aproximación a cualquiera de sus obras la deja a una confundida pero extasiada, como si hubiese experimentado, junto con los personajes, el movimiento por el cual las cosas nacen a medida que las vemos y las decimos. Una vez le conté a una amiga que lo que me gusta de la lectura de Saer es justamente la densidad de imágenes: las imágenes que se descomponen en millones de fotogramas, la imagen lenta, ampliada, que hace que una se detenga y vuelva a releer el párrafo, o porque no lo entendió o porque lo entendió y le resultó exquisito. Entonces una cierra el libro, lo deja un rato, sigue haciendo sus cosas y luego vuelve a recuperar un poco de aquella belleza de la forma.

Es probable que suene snob todo lo que aquí propongo. Juan José Saer no se caracterizó por ser un escritor popular. No lo fueron sus narraciones (aunque en su momento haya tenido sus best sellers) y no lo fueron sus declaraciones (recuerdo ahora mismo cuando dijo que odiaba el concepto de “público”, ya que un escritor jamás debe escribir pensando en sus lectores). Saer nos viene a proponer una experiencia estética de la percepción, tan pictórica como musical, que expande las fronteras de la representación y, de manera deliberada, nos arroja en una zona donde reina la forma y el narrador está a su servicio.
La lectura de Saer obliga a detenerse, a frenar un poco el flujo febril de la vida moderna. Y aunque su escritura es fragmentaria, escapa a la lógica de la brevedad algorítmica de nuestros días, que consume el tiempo con desechable rapidez. Entrar en la zona saeriana nos propone, en cambio, suspender el tiempo, algo que opera como respuesta tanto estética como política. Hace poco leía un texto de Alexandra Kohan para Cenital, donde hacía un elogio a la lentitud, y cuando hablaba de la lectura se refería un poco a esto: a la lectura como un espacio en el cual detenerse. Esa literatura a contrapelo, esa lectura reposada. Con esto quiero decir que, a veinte años de su muerte, es preciso recuperar ese gesto amable de la lectura lenta a la que Saer nos invita siempre. Recuperar cierta nostalgia por una región que hemos visitado en su literatura y a la que podemos volver a través de sus obras, buscando un poco más de Saer: ese escritor demorado.