Una lectura paralela de dos grandes artistas con vidas y proyectos muy distintos, pero que se entrecruzan en los ritos preparatorios del acto de creación.
Acercar dos objetos marcadamente diversos puede deparar algún asombro; en principio, es sencillo determinar el calibre de una u otra factura sopesando, eso sí, sus bondades e incapacidades. El cruce lautreámoniano de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección disparó un sinnúmero de interpretaciones, las más de las veces de corte surrealista, pero sobre todo habilitó la posibilidad de encontrar la cosa nueva que se presentaba a sí misma como lo ya visto.
Si nos pusiéramos a pensar, existe la posibilidad, ínfima, de que el tropiezo entre Raúl Ruiz y Frank O’Hara sea uno de los más caprichosos de la historia. No es que no hayan existido entrenudos o entrecruzamientos que rocen con la especulación salvaje (es lícito recordar, por ejemplo, el par zizekiano de Lacan con Hitchcock), pero no es sencillo encontrar muchos puntos de enlace entre el cineasta y el poeta. ¿O tal vez sí?

Del lado de Ruiz se recuerdan sus acercamientos a la poesía, no del todo fructíferos (tras su estela precipitan aquellas palabras que un crítico de su obra poética citando el refrán de “zapatero a sus zapatos”, recordándole que lo suyo era el cine o la teoría, pero no mucho más). De O’Hara no se tienen registros de un approach al séptimo arte, pero sí se sabe que ejerció la curaduría de arte e incluso fue modelo de pintores como Fairfield Porter o Jane Freilicher.
Imagen e imagen en movimiento, una localidad en común.
Tanto la obra fílmica como la escrita de Ruiz es innumerable y rizomática: ambas, como serenas paralelas, se unen en el infinito; la de O’Hara, por su parte, es breve y concisa (un par de poemarios, algunos ejercicios de crítica y hasta ahí llegamos).
Los libros abordados para esta reseña al alimón son los Escritos repartidos (Ediciones Universidad Diego Portales, 2024), un libro hecho de extractos de aquí y allá, y los Lunch Poems (Ediciones Universidad Diego Portales, 2024. Traducción y prólogo de Matías Serra Bradford), libro central de la obra o’haraniana.
Ruiz aborda en Máquina solar, noctámbula el mundo onírico: quien haya leído su magnánimo y monumental Diario sabrá que Ruiz trabaja por y para los sueños (baste recordar las ensoñaciones provocadas por su obsesión con la Recherche de Proust). También se trata de un territorio fértil para O’Hara en su poema Nafta: allí desfilan Delaunay, Ellington, Dubuffet… y las vacas.
Siendo este último un no creyente (“No creo en dios, de modo que no tengo que hacer estructuras elaboradamente redondas”) y el otro un consumado místico (se lo recuerda llevando a shows de televisión o a encuentros con hombres notables su Pascal incunable en el bolsillo de su saco) se emparentan de igual manera en su preparación para el escolástico rito de creación.

En el poema Hôtel Particulier pervive esa motilidad propia de Ruiz, esa ubicuidad decidida, ese afán por ser nadie en todas partes: “Qué excitante es / no estar en Port Lligat / o aprendiendo portugués en Bilbao para poder ir a Brasil // Erik Satie cometió un gran error aprendiendo latín / la Brise Marine no estaba escrita en sánscrito, querido // un verano entero tuve un profesor que nunca me dijo nada y fue / maravilloso // y luego está la Bibliothèque Nationale, escupideras, / cristales, ansiedad, / así no se consiguen ladillas, / y lo que no sepas va a dañar a otro…”.
En Una estética del desborde es Ruiz quien toma el ropaje de O’Hara y va a la carga contra las operaciones del cine (en esa línea puede leer tambié Teoría del conflicto central, que figura en Poéticas del cine) recordando a su admirado L.P. Hartley: “parafraséandolo se podría decir: El cine es un país extranjero. Allí las cosas suceden de otra manera”.
Es decir que estos personajes de vidas ejemplares (una más breve que la otra), de etnias diferentes (el del fenotipo irlandés y el del chileno), de cosmovisiones de mundo opuestas (el surrealismo desenfadado de uno, el discreto realismo, casi documentalista, del otro) parten de un mismo punto dirigiéndose hacia extremos diferentes. Se sabe, de igual forma, que en una circunferencia (el arte entero, digamos) dos caminos se encuentran en un punto: ese en donde se dirime la longitud de una circunferencia y el diámetro de su geometría.