Dos libros de música leídos por un ser amusical

Una lectura de Martha Argerich. Una biografía, de Olivier Bellamy, y La música que escuchan todos, de Francisco Bitar y Carlos Surghi.

Raramente se encuentran dos libros de música en la mesa de alguien que solo puede concebirse como un ser amusical. No por falta de interés o pasión, sino porque todo mi vínculo con esa gran cosa que llamamos música siempre fue exterior, una relación de puro asombro ante las capacidades y virtudes ajenas. Y, sin embargo, ahí se encontraron los dos libros en un caos de papeles, lapiceras, la compu y los juguetes de mi hija.

El primero es una reconstrucción de la vida de un diamante argentino: Martha Argerich. Una biografía, de Olivier Bellamy, publicado originalmente en 2010 y reeditado en 2024 por Blatt y Ríos con traducción de Silvia Kot. El segundo es un ensayo escrito a cuatro manos: La música que escuchan todos, de Francisco Bitar y Carlos Surghi, editado por 17grises también el año pasado.

De manera extraña, o quizás no, los dos libros parten del mismo lugar —y me justifican el cruce que intento en estas líneas. Un lugar que tiene forma de origen: la infancia. Parten de ahí como si el origen de la música en su totalidad fuera ese país que se pierde y recobra en algunos momentos de la vida. La cita con que el periodista Bellamy abre la biografía de Argerich explicita el recorrido completo del estudio, son palabras de Baudelaire: El genio no es otra cosa que la infancia recobrada a voluntad

La niña genio

El genio Martha Argerich nació el 5 de junio de 1941 bajo el signo de Géminis en Buenos Aires. Pero no de cualquier Buenos Aires, sino de una que padecía una fiebre pianística jamás repetida. En ese contexto, llegó la hija de Juan Manuel Argerich —apodado ‘Tirano’ y dotado para la narración oral— y Juanita Heller —de familia de origen judío-ucraniano que huyó de los pogromos del siglo XX, y que por eso escondió a su descendencia. La pequeña Argerich se convirtió en pianista con apenas dos años y ocho meses. La anécdota no tiene desperdicio. Enviada a una guardería de métodos pedagógicos modernos, en cuyas siestas la señorita tocaba canciones en el piano, la niña se encontró con un compañerito que la desafiaba como a un salvaje dado que no se parecía al resto de las chicas. Un día le dijo: “¡A que no sos capaz de tocar el piano!”. La niña Martha no se retrajo. 

Bellamy lo cuenta así: “Levantó la tapa y, sin dificultad, tocó con un dedo la melodía de una de las canciones de cuna que solían escuchar después del almuerzo. Estimulada por su insaciable contradictor, se animó a tocar otras melodías, hasta que llamó la atención de la señorita Du Renard, cuya silueta quedó inmovilizada en el marco de la puerta. ‘¿Quién te enseñó eso?’. ‘Nadie’, contestó la niña, encantada”. El resto de Martha Argerich. Una biografía recorre con fascinación y una verdadera sobredosis de documentos y nombres esa primera imagen del genio. Un genio es aquel que puede tocar el piano como esa niña que nada sabía y a la que nadie le había enseñado de música.

Sobre el virtuosismo de los prosistas

En la primera parte de La música que escuchan todos, escrita por Bitar, se larga desde una zona similar. “Mis hijas, de tres y ocho años, saben tocar el piano. Más bien tocan el piano —saber hacerlo les importa poco”. De la misma manera, la parte escrita por Surghi comienza en la infancia: “A los diez años descubrí que los objetos encerraban el pasado…”.

Bitar y Surghi son prosistas. Y como tales, vistosos por la ejecución de sus frases. De algún modo, al recorrer las páginas que les corresponde a cada uno, se comprende que el libro fue escrito a cuatro orejas, menos porque abarcan un mismo tema que por cómo la prosa los encuentra en una zona común. Hay diferencias de estilo, pero las palabras que tejen son plumosas. Repito: vistosas. 

Sin embargo, ahí no está la grandeza del libro, ni tampoco la virtud de sus autores. Antes de enfrascarse en una mueca hecha para las miradas, lo que define el virtuosismo de sus fraseos son los usos parentéticos de Bitar y las comas de Surghi, el juego entre escritura, reflexión y alusión en ambos, los vaivenes de una vida que quiere ser contada en relación a los discos y los fenómenos —es excepcional la enorme interpretación de lo privado y lo público que Bitar recrea en su capítulo “Maradona”—, los momentos axiomático-poéticos —Surghi escribe: “La araña es la mano que trae desde lo lejano a la música”.

Y todo eso que hace al estilo de La música que escuchan todos es virtuoso porque ambos prosistas escuchan al lector. No significa que presupongan un lector, que hayan escrito este libro para determinada audiencia: te escuchan al leer porque escuchan la escritura que les sale de los dedos. Son ellos mismos, Bitar y Surghi, quienes, al ser los lectores de lo que aparece, intercambian inmediatamente los papeles de escritor y lector, de activo y pasivo. Por ese doble papel es que me atrevo a calificarlos de virtuosos sin ningún dejo de ironía, aunque para encontrarlos haya que mover un poco las plumas con la mano y leer con el oído. 

Martha Argerich, prosista

Pensada en esta línea y forzando un poco el enorme caudal de información que provee Bellamy, Martha Argerich es también una prosista. Claro, una prosista con un don y una trayectoria espectaculares. Formada inicialmente por Vicente Scaramuzza, un maestro esencial y también terrorífico, sus éxitos fueron extremadamente tempranos. En 1957, con dieciséis años, Argerich ganó dos prestigiosos concursos de piano con pocas semanas de diferencia: el Premio Busoni de Bolzano y el Concurso de Ginebra. Más tarde, en 1965 y con apenas veinticuatro años, luego de algunos momentos de crisis y búsqueda artística, obtuvo el primer premio en el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin. Este último la convirtió en un quiebre en el mundo de la música clásica. Desde el otro libro, Surghi refiere a la cuestión con una pregunta: “¿Por qué después de Argerich no hay ya Chopin posible?”.

Pero en medio de la carrera, de los éxitos y los fracasos, en Argerich aparece esa cosa igual de tremenda que su música. La vida. La vida con todas sus minucias, sus secretos, sus idas y vueltas, sus desgarros. Ese espacio es el que el biógrafo llena de documentos. Porque el gran mérito de la investigación de Bellamy, y quizás también su pecado, es sellar el cruce entre la vida y la obra a partir de una documentación exhaustiva, sumado a un enorme conocimiento de la historia de la música clásica. 

Quizás, para no sentirse apabullado por el recorrido de nombres, ciudades y anécdotas provistos, una buena estrategia sea leer Martha Argerich. Una biografía escuchando los conciertos de la pianista de fondo. O prestar atención a las palabras de entrevistas realizadas por Bellamy y citadas de otros medios, que aparecen con acierto en medio de la información. Esas palabras son frescas, jocosas y reenvían a un fondo maravilloso de humildad contenido en el corazón del genio Argerich.

Una humildad que también parece ser respuesta a la fuerza arrolladora de semejante don. “El piano la aislaba y la separaba de los miembros de su familia”, recuerda el biógrafo. Su hermano menor sufrió el eclipse en carne propia, a pesar del amor infinito de Argerich por él. Sus padres se separaron con los años, ya establecidos en Europa, y la relación de ella con su madre —la gran causa de semejante carrera, parecido en esto a la madre de otro gran prosista, Jorge Luis Borges— siempre fue tensa y conflictiva. 

Con la mención de Borges, vale traer una figura de contrapeso y esencial en la carrera de Martha Argerich. Su padre era un radical acérrimo que odiaba a Perón. Sin embargo, para que su despegue pudiera darse como debía, tenían que ir a vivir a un país donde la formación de la niña Marthita pudiera ser llevada a cabo. El 13 de agosto de 1954, su madre la llevó a ver al presidente para solicitarle ayuda con el traslado. Perón le preguntó: “‘Decime, ñatita, ¿a dónde querés ir?’. Ella contestó con un hilo de voz: ‘A Viena’. Con una gran sonrisa, tras echarle una breve mirada a su madre, que no se atrevió a protestar, volvió a preguntar: ‘¿no querés ir a los Estados Unidos?’. Martha puso mala cara, mientras Juanita se revolvía en su asiento. ‘¡No, no, a Viena!’. ‘Bueno, pero ¿por qué?’. ‘Porque quiero estudiar con Friedrich Gulda’”. Perón le consiguió un trabajo en la embajada de Viena al padre de la niña Martha, incluso a pesar de que sabía que este no comulgaba con su política. Así empezó el periplo de nuevos estudios de Martha Argerich en Viena y otras ciudades europeas. Y luego los conciertos, el reconocimiento y la historia más conocida.

Lo que asombra de la anécdota no es la importancia del expresidente argentino, sino la actitud de Argerich. Esa misma actitud, que la conservaría en estado salvaje incluso en medio de la formación más intensa y con la excepcionalidad técnica que implica la música clásica, es la que le valió la impetuosa vida que desarrolló entre aviones, escenarios y ciudades de todo el orbe. Famosa por sus cancelaciones, por su pánico escénico, por las casas donde vivía, por sus hábitos nocturnos, por el vaivén de sus amoríos y por la maternidad que asumió con dificultad, pero también por la amistad única que profesaba a quienes quería, por sus colaboraciones con artistas y gente de todo el mundo, la vida de Argerich se curtió como su pelo de torbellino. Una bestia de la belleza. Es imposible no salir disparado a YouTube después de leer Martha Argerich. Una biografía para ver conciertos enteros, para verla en sus manos y en su cuerpo. O para ver el increíble documental Bloody Daughter realizado por Stéphanie Argerich, hija de la pianista.

Reconecto con el libro de Bitar y Surghi y retomo una frase del último: “el cuerpo de un pianista es el lugar adonde mejor se leen las inflexiones de la melodía, los arrastres de la música y la persecución del virtuosismo…”. En el cuerpo está la vida, pero no la vida en su contextura biológica, sino la vida que quiere ser puesta en palabras, en sonidos, en una imagen demasiado sagrada por ser aquello que constituye el misterio insondable de cualquier biografía. Desde el cuerpo emerge la música y se fuerza en la vibración de un fantasma que se le va de las manos.

Hay un capítulo de Bitar que se llama “La oreja”. Comienza con unos versos donde se lee: 

¿qué otra parte del cuerpo (o del mundo como un todo) 

recuerda más fielmente a un bebé 

enrollado sobre sí mismo 

que el feto colgante de la oreja?

Otra vez, una escena de origen e infancia. Y hacia el final del mismo capítulo, dos escenas clásicas de la historia del arte aparecen en torno a la oreja y la oclusión de dos reconocidos artistas: la sordera de Beethoven y la oreja cortada de Vincent van Gogh. El prosista Bitar concluye “¿no representan en el fondo el mismo gesto, el de la sordera y el de la oreja cortada? Ambos están ordenados a vaciar el interior…”. Esa voluntad de volcarse al mundo, previo a haber sido acurrucado por él, parecen movilizar los últimos cuadros del pintor, los más intensos, pero también ese abismo en el que finalizó sus días el gran compositor alemán, como si ese cuerpo hubiera dicho “acá ya no hay más interior, ya no hay más música propia, ya todo lo que fue mío es del mundo. Mi infancia ya no es yo”.

Tanto Bitar como Surghi, en sus respectivos ensayos de La música que escuchan todos, entrelazan la fascinación por la música con el orden de lo sagrado al que lleva. Porque lo sagrado es precisamente la relación con algo demasiado externo, con un exterior más exterior que cualquier persona. Y si esa puede ser la condición extranjera de la música —the music is outside, dice la letra de una canción de Bowie—, la vida que se entrega a la música es una vida entregada al mundo.

Bellamy recupera una imagen de Argerich que puede ayudar a comprender la forma de esa vida sagrada del genio. De niña, Martha asistía a los conciertos del Colón, en los cuales solía quedarse dormida en la butaca. Pero una noche de 1947, la pianista escuchó el Concierto n°4 en sol mayor de Beethoven interpretado por el músico chileno Claudio Arrau. Bellamy dice que la intensidad fue tal que “la electrizó hasta la raíz de los cabellos”. La pequeña Martha tenía apenas seis años. En su larga y exitosa carrera, ella nunca quiso tocar ese concierto, igual de intenso que un trauma. “‘Tal vez sea algo demasiado sagrado —insinúa Martha. Como si me fuera a morir sobre el escenario’”, registra el biógrafo.

El ser amusical que escribe estas líneas comprende por fin que la vida vertida en el mundo es también la otra gran extranjera: la muerte. Por eso, quizás, prefiere redactar una nota sobre dos libros de música y recordar que nada de esta le pertenece —como a nadie ni a nada le pertenece el mundo ni el origen ni tampoco la muerte, apenas una palabra que dirá el resto cuando nos vayamos. La fascinación musical corresponde al subsuelo común que comparten la belleza y el horror. Martha Argerich. Una biografía y La música que escuchan todos son un testimonio de esa correspondencia y vale la pena leerlos con fruición atenta.

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