Deborah Eisenberg, una amante wittgensteiniana del lenguaje

Nuestro conocimiento del mundo nos es dado a través de la herramienta limitada del lenguaje. En este sentido, todo aquello que las palabras no pueden explicar porque la realidad del mundo las excede es lo que el filósofo Ludwig Wittgenstein considera lo místico. No es una restricción que se ciñe a los asuntos religiosos, sino que lo místico es todo lo que se resiste a una codificación en particular. Así es cómo la prosa de la estadounidense Deborah Eisenberg (1945), sembrada en cada cuento por una pluralidad de voces, es el reflejo de esta premisa, y es la característica coral la que compone una suerte de prisma de varias caras irregulares que delinean el objeto complejo —muchas veces cercano, muchas veces alejado— que narran. Equívocos y malentendidos, omisiones, repeticiones deformes y reemplazos: nada es predecible, nada es lineal en Taj Mahal (Chai Editora, 2020).

Las historias de Eisenberg llevan el género cuento a otro nivel. Los seis relatos están construidos de modo conceptual y exploran, con paciencia e inteligencia, uno tras otro, el desfasaje que separa sin remedio las palabras de los hechos. La autora, también actriz y profesora de escritura en la Universidad de Columbia, trabaja sobre una premisa filosófica wittgensteiniana que constata que hay algo que el lenguaje nunca logra decir y que no queda otra que una vida supeditada a eso.

 

 

En el cuento “La tercera torre”, una joven sufre de una condición psiquiátrica de difícil diagnóstico a la que su médico llama desorden hiperasociativo. Esta singularidad de Therese hace que las palabras la lleven a múltiples asociaciones con otras palabras e imágenes. El tratamiento apunta a corregir esta frondosidad sináptica, pero pareciera que lo que le ocurre a Therese es que entiende mejor que nadie que el lenguaje es excedido por la propia realidad que intenta contener. Cuando, en su sesión, el doctor le pregunta cómo vive lo que le sucede, ella responde: “Es como si una palabra tuviera a la misma palabra adentro, pero la que está adentro es mucho más grande y más colorida, y con más partes. Y la palabra de adentro es como si vibrara empujando… ¿Como si tratara de soltarse de su envoltorio? Así que las palabras tienen como una especie de halo, de reborde blandito”.

En línea con esta teoría sobre el lenguaje que cohesiona Taj Mahal, Eisenberg considera también los recuerdos como las escrituras posibles de aquello que fue vivido. Los saltos entre los hechos y las evocaciones, lo ocurrido y lo recordado, están siempre habilitados por la fuerza del lenguaje aunque magnificados por la impotencia del mismo. El pasado en el presente no hace sino sostener una filosofía en la que el caos impera en la apariencia pero no llega a detonar el sentido que guía, por lo bajo —a veces muy por lo bajo—, cada historia. Es el caso del cuento que le da nombre al libro, en el que un grupo de colegas mayores se reúne en un restaurante y discute acerca de un libro de memorias publicado por el nieto de un amigo en común ya fallecido. Indignado, uno de los viejos señala que aquel “libro idiota escrito por un idiota” no será el texto por el que se recuerde a Anton, gran director de cine. Los amigos resuelven que las fuentes de consulta del autor son “Los recuerdos escasos de un chico aburrido y apenas ingenioso, recuerdos distorsionados por fantasías autoindulgentes y en retrospectiva, mechados con entrevistas chapuceras, mentiras de revistas del corazón y, no cabe duda, cualquier biografía o memoria hollywoodense”. La ganadora de la Beca McArthur en 2009, y dramaturga de Pastorale, acerca los recuerdos a la maquinaria de la ficción y hace énfasis en la desmemoria como primera herramienta de edición en cada uno de estos cuentos con cuerpo novelístico.

 

 

Al contrario de lo que el naturalismo decimonónico nos enseñó —describir hasta el más ínfimo detalle para dar una sensación de realidad al lector—, Eisenberg escribe con la premisa opuesta: hace material de lo agujereado, la grieta, lo supuesto, lo no dicho y lo imposible de decir. La suciedad y la rugosidad que encontramos en los cortes y disrupciones narrativas dan cuenta de cómo la realidad es percibida por nuestras pobres mentes. Este espejo roto, que refleja con maestría la fragmentación de personajes e historias, pone de manifiesto una incompletitud fundamental convertida en estética.

La verdadera potencia de los relatos está en los parentescos entre los diversos fragmentos y no en su carácter referencial, algo que, como lectores, nos obliga a mirar en los intersticios dejados entre bloques. Lo estrictamente referencial empobrece el sentido que la sutileza en los parentescos hace florecer. Así es como Eisenberg nos pone frente a una ficción con características propias, que establece unas reglas distintas a las del género cuento clásico, para producir un novedoso juego de lenguaje —otra vez un concepto del filósofo austríaco. Esta maniobra lúdica no está exenta de provocar en el lector una sensación de desorientación, de vértigo, de haberse perdido en el relato, de haber omitido un fragmento vital en la lectura. Pero luego, siempre a tiempo, la autora retoma el sendero vertebral.

Las narraciones comienzan con una voz pequeña pero fuerte que tira de la punta de un ovillo que antes se ha enmarañado. La autora no esquiva esa serie de curvas y contracurvas para tomar la vía fácil, no apela a la tijera para evitar los nudos. Por el contrario, recorre cada complicación con la certeza de que va a terminar en una zona del texto más despejada, como quien madura en su razonamiento luego de haber vivido una experiencia que puso en jaque todo aquello que creía saber. Como en “Tachar y seguir”, donde Eisenberg despliega la arborescencia de los lazos familiares para terminar por desnudar el rencor de una madre sostenido a través de los años hacia sus tres cuñadas, Adela, Bernice y Charna. Si hay algo que no se puede decir de la autora de esta obra magnífica es que subestime a sus lectores: más bien todo lo contrario.

La prosa de Deborah Eisenberg cobra, en nuestro idioma, un vigor particular gracias a la traducción del cuentista Federico Falco —quien es, a su vez, director de la colección cuentos de la editorial. Quizás esta sea otra de las razones por la cual los seis cuentos de Taj Mahal componen una lectura amigable más allá de las capas de complejidad y multiplicidad de personajes con las que cuenta el texto original. Se establece un diálogo singular donde aquello que es traducido y su traducción se acercan al lenguaje propio de quien es autor y ejecuta el trabajo de un orfebre. Cada palabra es esa y ninguna otra, es esa sobre todas las demás, es esa o no es nada.

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Paula Puebla

Berazategui, Buenos Aires, 1984. Escribe ensayos y artículos periodísticos en distintos medios. Autora de las novelas Una vida en presente (17grises editora, 2018) y El cuerpo es quien recuerda (Tusquets, 2022) y de la compilación de ensayos Maldita tú eres (17 grises editora, 2020). En Twitter es @pepuebla.

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