“(…) y yo digo: ¡pensar que alguna vez Martinez de Hoz fue niño! ¡No jodía a nadie! ¿Qué le tuvo que pasar a ese tipo para que se convirtiera en lo que es hoy? Lo habrán moldeado, le habrán lavado la cabeza…”
Carlos Nine, en una entrevista realizada por Sandra
Russo en la revista Superhumor, 1983.
Aunque resulte curioso, la historieta argentina no se caracteriza por tratar en abundancia el tema de la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional; por supuesto que semejante tópico tan decisivo en los últimos cuarenta y cinco años de la historia del país se ha colado en la producción historietística (de manera más lateral y neurótica durante esos mismos /inmediatos sucesivos años, o en la resistencia de HIJOS a la impunidad en los noventas, reflejada en comics como Bruno Helmet o Animal Urbano), pero suelen ser contados los casos de relatos que sitúan su desarrollo en el período ’76-’83 propiamente dicho.
Sea por coincidencia o causalidad —elige tu propia aventura—, el mismo interrogante que se planteaba Nine en aquella entrevista es el mismo que se plantea el guionista Marcelo Pulido en la contratapa de Qué quéres ser cuando seas grande (Historieteca, 2019): cómo un niño llega —material, intelectual o lateralmente— a convertirse en un asesino, o más puntualmente cómo se llega a un genocidio, cómo se vive durante y después de eso. Sabiamente, Pulido elige tentativas o sugerencias y esquiva definiciones categóricas para esos interrogantes, ya que la multicausal de respuestas posibles excede el marco de un libro de historietas de sesenta páginas, y la síntesis obligada por el espacio llevaría a la mera banalidad estética, cuando no moral.
El comic no escatima precisamente atractivo visual: el elenco de dibujantes que reunió el guionista —y también editor en Historieteca— es un muy representativo mosaico generacional de la historieta vernácula de los últimos veinte años, con un piso de calidad más que alto. Dante Ginevra, Lauri Fernández, Jok, Marcos Vergara, Sergio Ibáñez, Ian Debiase, José Massaroli, Fabián Mezquita y Ezequiel Rosingana: de dibujantes formados en la escudería Columba como Ibáñez a la renovación femenina representada por Lauri Fernández, pasando por batalladores del under de fines de los ‘90—luego consagrados a nivel (inter)nacional— como Jok o Ginevra. Artistas visuales de raigambre clásica de aventuras, algunos inscriptos en la tradición de claroscuro argentina, otros de registros más icónicos; el abanico diversifica la presentación de las historias, también por los diversos registros que precisa cada una de ellas.
Los mayores aciertos de ¿Qué querés… pasan por sus restricciones, omisiones y elipsis. A nivel formal, el flujo narrativo de los relatos muchas veces cae sobre los dibujantes mencionados; una carga de texto excesiva podría caer en figuras retóricas remanidas, una cuestión innecesaria dado el tópico que abordan: siendo el genocidio perpetrado por las Fuerzas Armadas un asunto del cual —afortunadamente— se ha hablado bastante y se lo seguirá haciendo, es necesario afilar las palabras y/o evitar las que ya no logran perforar el sentido común, para habilitar la discusión desde otras ópticas. En ese terreno narrativo destacan especialmente los trabajos de Lauri Fernández y sobre todo de Debiase, en una historia prácticamente muda sobre la aparición de las Madres de Plaza de Mayo a la que no le falta elocuencia alguna.
Ese debate desde otros prismas es el Proceso de Reorganización Nacional abordado desde la cuestión micropolítica del día a día; por más que no figuren con nombre propio aquellos que se enriquecieron en esos años mediante negocios espurios, el libro es hijo del concepto de dictadura cívico-militar —también de las épocas que paren tales ideas— y de las implicancias de la sociedad toda en el acto en cuestión. Salvo la historia dibujada por Massaroli, que muestra la vida como buen cristiano y vecino de un torturador, el foco se centra en los cómplices —malintencionados o no— y en los testigos involuntarios; desfilan los entregadores de sindicalistas o aquellos que adoptaban niños sin demasiados cuestionamientos sobre su proveniencia, se oyen tiros y gritos en la noche y el consiguiente pavor de aquellos que se ven impelidos a callar (esta última historia, un gran ejemplo de cómo narrar a través de expresiones faciales y onomatopeyas, a cargo de Vergara).
Ampliar el campo de debate —sin pontificaciones ni simplificaciones burdas— es una herramienta válida para poder rehuir las discusiones numéricas-cuantitativas a las que buscan llevar los negacionistas de siempre —como si la destrucción social y cultural fuese una estadística mensurable— y llegar a un entendimiento no solo del crimen sistemático sino de la experiencia vital de aquellos a los que les tocó formar parte de ese período histórico.