¿Qué sucedió realmente en el Cordobazo? ¿Cómo se unieron la felicidad y el horror en los protagonistas y en los testigos? Mientras revisa fotos antiguas y libros olvidados, Manuel Moyano Palacio ensaya una respuesta literaria a la revuelta.
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Foto de portada: Nilo Silvestrone
En una fotografía de Guillermo Galíndez aparece un Citröen 2CV quemado, le falta el chasis del motor y apenas conserva una rueda delantera. Dos hombres que están de frente, miran de costado el auto roto, al lado de ellos un chico de más o menos quince años tiene los brazos cruzados y la cabeza baja. En primer plano, hay un niño de nueve o diez años que viste un sweater a botones blanco y lleva una bolsa de compras en la mano derecha. También mira el auto destartalado. En la pared del fondo, ubicada en una esquina a la que da una ventana con persianas de metal cerradas, hay una pintada que dice VIVA CUBA, debajo el signo cruzado de la hoz y el martillo. En la calle hay ripios del pavimento, latas y recipientes de plástico quemados. Es el resultado del Cordobazo.
Se pueden señalar las coordenadas sociales de la revuelta en relación al crecimiento exponencial de la ciudad desde 1940 en adelante. En efecto, la industrialización empieza a acelerarse en los años cincuenta y Córdoba se convierte en un eje de la producción argentina de automóviles. La foto del auto incendiado revela esa faceta del capitalismo industrial, donde parece quemarse la propia ambición de progreso. A las empresas que ya existen para ese momento se les suman FIAT, IKA —luego Renault— y PERKINS: el trabajador cordobés deja de ser rural y se convierte en un obrero industrial. La ciudad también empieza a crecer para arriba, ya no es una urbe de techos bajos.
Córdoba tiene una clase obrera de al menos 11.700 trabajadores hacia 1914, un porcentaje menor respecto de los 135.000 habitantes. En los años treinta, con la política progresista del gobernador Amadeo Sabattini, basada en el famoso mandato de Alberdi según el cual gobernar es poblar, el número de habitantes empieza a crecer y el empuje industrial, que multiplica a los hombres como los espejos y la cópula, se completa con el denominado Plan Ansaldo del gobierno provincial en 1959. Con este se financian dos centrales eléctricas de capitales italianos: las estaciones de Deán Funes y Pilar.

Córdoba se convierte en esos años en la mayor productora de energía en el país después de Buenos Aires. Se suma a su condición de emblema en la industria automotriz que crece a partir del convenio del año 1954 entre Perón y la empresa de FIAT ubicada en el barrio periférico Ferreyra. El objetivo de este convenio es la fabricación de los tractores IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado). Entre 1947 y 1966, la ciudad duplica su población.
Se podría decir que el Cordobazo de mayo de 1969 incinera el protagonismo industrial que en los años previos coloca a la ciudad como la segunda más poblada del país. Pero el mito de la revuelta no puede quedarse solamente con la fuerza de trabajo. El costado intelectual también se explica por el engrosamiento de la población: Córdoba tiene la Universidad más antigua de la Argentina y con la reforma de 1918, impulsada por Deodoro Roca y sus camaradas, es un centro de atracción para estudiantes que provienen desde otras ciudades y provincias argentinas, así como de países vecinos. Estas camadas de jóvenes también propulsan la estadística poblacional y construyen el mito de La Docta.
Obreros y estudiantes pueden pensarse en conjunto y darle fuego a su propia realidad. A fin de cuentas, son el motor del cambio, diástole y sístole, y por eso mismo pueden cambiarlo todo. Incluso a la misma ciudad, esa es su ilusión. Parafraseando a Tólstoi, pueden quemar su aldea y así quemar el mundo. La foto del Citröen 12CV regresa y reclama un abordaje diverso, palabras de otro tipo. Entre aquella ilusión y el reclamo de una imagen aparece un destello literario en la revuelta.
¿Qué sucede realmente en el Cordobazo?

En 1999, Antonio Marimón publica Último tango en Buenos Aires, Diego, un libro que recoge sus artículos periodísticos publicados en México y Argentina. Un artículo de 1997 se llama El Cordobazo, un vértigo poético y el autor recuerda al régimen militar presidido por Juan Carlos Onganía desde 1966: Ese sistema, de un derechismo delirante, rápidamente se enemistó con el espacio crítico de las universidades, con la cultura en general y hasta con las barbas y las minifaldas; prohibió la política, amenazaba con quedarse veinte años, conculcó la legislación social y trató de enmudecer la influencia de Perón en las masas obreras.
En esos años en Córdoba existe un movimiento sindical completamente novedoso en relación al resto de los movimientos sindicales del país. En primer lugar, de la mano de Elpidio Torres, que encabeza a los mecánicos de la sección Córdoba de SMATA (Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor) y tiene la astucia peronista. En segundo lugar, con Agustín Tosco, que dirige a los electricistas de Luz y Fuerza y tiene mayor cercanía con el Partido Comunista. En tercer lugar, se encuentra Atilio López, dirigente de uno de los gremios más combativos de Córdoba, la Unión Tranviarios Automotor (UTA). También está presente René Salamanca, afiliado a la UOM (Unión Obrera Metalúrgica), aunque como militante y sin el peso que tendrá en los años siguientes hasta su desaparición en el centro clandestino de detención La Perla en 1976.
El sindicalismo se encarga de abrazar las protestas universitarias que ya recorren el país, especialmente la ocurrida en Corrientes con la consecuente represión, y se reivindica la figura de Santiago Pampillón, el estudiante y obrero de IKA-Renault asesinado en la represión a la manifestación estudiantil del 7 de septiembre de 1966. Es así que el 25 de mayo de 1969 Tosco pronuncia un discurso en la Universidad donde sella la alianza pública entre la lucha estudiantil y la sindical. Pampillón como símbolo representa esa doble faceta. Obrero y estudiante.

El día 29 de mayo se convoca a un paro activo. Pasado el mediodía del 29, escribe Marimón en su artículo, las columnas obreras, reforzadas por estudiantes y, poco después, en los barrios populares, por la gente heterogénea y espontánea, abatieron la resistencia policial, conquistaron la ciudad y empezaron a quemar y destruir símbolos, tanto del poder militar como de riqueza.
El escritor también recuerda que Alejandro Agustín Lanusse, un militar de corte liberal y adversario de Onganía, deja que la protesta avance sin hacer intervenir al Tercer Cuerpo del Ejército ubicado en las afueras de la ciudad. Su objetivo, supuestamente, es debilitar a Onganía. Marimón también reconoce todo lo que se dice sobre el Cordobazo en los años posteriores de balance frente al desastre: su influencia en el devenir de la política argentina, la relación con la izquierda revolucionaria y las organizaciones peronistas guerrilleras, su importancia para el terrorismo de Estado que lo utiliza como ejemplo de lo que hay que evitar a cualquier precio. Pero una pregunta persiste en su recuerdo casi treinta años después. Marimón escribe: ¿Qué sucedió realmente?
Se responde: Fue, sin duda, un carnaval antiautoritario, un ataque a las figuras más notorias de lo que era la propiedad —los automóviles—, la autoridad —los símbolos policiales y militares—, las obras públicas confusamente entendidas como suntuarias —la entonces nueva terminal de autobuses— y el imperialismo —las empresas y centro de cultura norteamericanos. Con esta respuesta, la pregunta se desdobla: ese diseño de insurrección combinada con licencia, esas tres o diez horas de gloria en que la actividad popular concentrada en orgía contra el poder tuvo éxito en Córdoba, ¿hasta qué punto elaboraron un espejismo: que la revolución estaba allí, como por arte de magia y al alcance de la mano? Siguen dos preguntas más y el autor concluye: Se trata de preguntas que me devuelven el Cordobazo con una sensación de vértigo poético.
Ese vértigo es lo esencial y se condensa en la primera pregunta: ¿Qué sucede realmente? No sólo es la pregunta de un escritor que escribe sentimentalmente desde Córdoba, la cuna de su formación, sino también la pregunta que recorre las miles de cabezas que se están caldeando entre una tarde y una mañana de mayo de 1969. La nota de Marimón inicia citando las líneas de una novela a la que considera el mejor retrato literario del Cordobazo. La novela se llama Hay cenizas en el viento, su autor es Carlos Dámaso Martínez y se publica en 1982.
Un caballo muerto en medio del bulevar

Con un tono de extrañeza, la narración de Martínez se estructura en dos partes y juega con las voces del narrador en primera y segunda persona del singular. El paso es cansino, en la primera parte circular y en la segunda la trama, abierta a una indefinición. Hay retazos de algunos personajes que se vuelven indistintos en un hálito de pérdida y embriaguez soporífera. De fondo y abrasiva, la ciudad: Solo, sin saber bien lo que ocurría, comenzaste a caminar. Anduviste una o dos cuadras por la Cañada y observaste que algunos negocios también estaban cerrados. Cruzaste una bocacalle y te detuviste en un kiosco a comprar pastillas de menta porque no soportabas el gusto pastoso y amargo de tu boca.
El tono narrativo de la segunda persona le permite la confusión interior al protagonista, la imposibilidad de asumir el exterior de ese día revoltoso donde el delirio es la realidad. La novela sigue: Tuviste la impresión de que la ciudad estaba abandonada, y hasta te imaginaste atravesando una galería desierta en medio de un terremoto. Las vidrieras se partían en mil pedazos y saltaban relojes y cristales por todos lados, los maniquíes de una casa de moda rodaban a tus pies y te quedabas inmóvil, viendo cómo todo se derrumbaba a tu alrededor, sin que se te ocurriese hacer nada, absolutamente nada.
El protagonista de Hay cenizas en el viento trabaja en una casa de sepelios y queda inserto en las jornadas del Cordobazo sin querer y sin saberlo. Alrededor pasa de todo y nada se comprende. La vida del tipo está atascada y de golpe es interceptada por ese día en el que vuelve una y otra vez a la relación con su amigo y socio, igual de gris y sórdido que él. Un tal Morales. Más adelante, otra línea resume la estructura psíquica de aquel día: Todo era una gran nube de rostros y brazos.
Pero la escena principal del libro, la que cita Marimón al inicio de su columna, está en la página treinta y siete: Hay un caballo muerto en medio del bulevard, un caballo grande y oscuro. Seguramente lo hirieron, porque tiene una pata destrozada y su dueño después le ha disparado un balazo en la cabeza para que no sufra, para que muera en paz. Debe haber ocurrido temprano porque el caballo ya está frío y alrededor de su cabeza hay un enorme charco de sangre. […] Le han sacado la montura y está como desnudo, brillando en medio del charco y del humo.
No se trata de una escena que colabore con la trama, que de por sí es imposible de seguir por su estructura descentrada y repetitiva. Es la escena de una imagen que toca lo terrible de aquel carnaval antiautoritario. En ese caballo muerto que brilla en el charco, rodeado por el humo, aparece la peste artaudiana. En esa escena la mudez desde la que escribe el protagonista se convierte en un grito. La pregunta vuelve otra vez: ¿Qué pasa realmente en esa revuelta? La novela de Martínez toca el trasfondo de terror en aquella felicidad revolucionaria. Son los años ochenta.
Horror y felicidad, la trama de la fascinación

Desde otra parte, Pancho Aricó asume ese terror en relación a la idea de revolución que inunda a su generación. En su libro La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, publicado en 1988 y con la derrota del proyecto marxista sobre los hombros, hace el balance que realizan los intelectuales de izquierda después del exilio. Entonces sentencia: Creyendo ser actores de un proceso histórico que marchaba en el sentido de nuestros ideales revolucionarios, sólo éramos las ciegas víctimas de una guerra civil en cierne. La guerra que tortura y hace desaparecer está ya en el hedor de la ciudad donde yace un caballo muerto, mientras las multitudes se rebelan contra el orden autoritario.
Más tarde alguien propone, continúa el narrador de Martínez en la escena del animal muerto, sacar el caballo de allí, llevarlo hasta la Cañada y arrojarlo en ese foso empedrado que cruza como una herida la ciudad, arrojarlo para que se pudra y se lo vayan comiendo las moscas y los gusanos como es que debe ser. Pero nadie lo hace, es que ya no importa que esté allí, o más allá.
En Hay cenizas en el viento el protagonista no participa de la efervescencia revolucionaria, a pesar de que lo rodea por todas partes. Como si mirara el porvenir de aquel espejismo, pájaro de mal agüero, su destino es la funeraria que se llama Pompa —un negocio más entre otros negocios.
Pero la inquietud de Marimón de 1997 retorna incluso en relación a esa derrota: ¿a qué se debe el vértigo poético con el que recuerda? A pesar de todo, parece que alguna intensidad queda pegada al otro lado del grito y lo peor que se avecina. Queda algo festivo también en medio del horror, queda un vértigo poético a pesar de la derrota e incluso más allá de la derrota.
Ese vértigo toca la fascinación donde fiesta y horror suceden a la vez, esa fascinación que cada persona presente en el Cordobazo todavía no se puede explicar así como no se puede explicar al mirar la foto del auto quemado. Ahí emerge la literatura de una revuelta que no puede ser representada bajo ningún aspecto, ni siquiera histórico y mucho menos político. En la fascinación del horror adherido al carnaval, en el doble juego de felicidad y mal.
Una suerte de misterio agazapado repta en la memoria de los que escriben sobre la revuelta, donde se convierte en un referente irrepresentable y la literatura es la única ciencia que puede estar a su altura, si es cierto que ella toca siempre lo imposible de la realidad.
La literatura es posible porque la realidad es imposible, dice la primera frase del primer número de la revista Literal publicada en 1973. Extrañamente esa frase podría parafrasearse como La revuelta es posible porque la realidad es imposible. Ahí también resuena la más infantil de las consignas del mayo francés: Soyez réalistes, demandez l’impossible. Una feliz ironía final.