Con la publicación el año pasado de su último libro de poemas, Late blooming, Fabio Kacero continúa transitando el puente de plata que une el arte contemporáneo con la literatura ida y vuelta. Elogiado por autores como Sergio Chejfec y César Aira, en esta curiosa charla el escritor y artista plástico repasa su obra para intentar comprender por qué le fascinan las palabras.
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Entre julio y septiembre de 2014 se lleva a cabo la muestra Detournalia en el Museo de Arte Moderno. Es una semi-antología de los trabajos de Fabio Kacero presentados entre 2000 y 2013. La curaduría es realizada por Rafael Cippolini. La exposición incluye instalaciones, objetos, pinturas, videoarte, música y poesía.
En Detournalia abunda la sátira, el humor y lo lúdico y el idioma de los argentinos: esa entonación irónica sobre la historia del arte, la filosofía y las grandes obras literarias. La diversidad de piezas presentadas, sin embargo, cuenta con el protagonismo esencial de la palabra, escrita y oral. La palabra está constantemente presente y aparece casi siempre desviada.
Sergio Chejfec escribe líneas centrales sobre la muestra en Últimas noticias de la escritura, a pesar de no asistir. El catálogo, que en verdad es un libro de artista, lleva las firmas de César Aira, Sergio Bizzio, Lucía Puenzo y Graciela Speranza, entre otros. Kacero es un referente y su obra es inseparable del arte contemporáneo argentino del siglo XXI. Y quizá de la literatura.
Diez años después de la muestra en el Museo de Arte Moderno, se publica Late blooming (Mansalva, 2024), el último libro de poemas de Kacero. El tránsito del arte contemporáneo a la literatura genera la pregunta esencial: ¿cómo se cruza ese puente de plata?
Late blooming se suma a Salisbury (2013), A Carlos Petrius: el espacio (2017) y Antología del sueño argentino (2021). Lo que impacta de sus cuatro libros publicados es el gran valor literario que tienen. Hay algo maravilloso en su forma de escribir, en esa manera de casi siempre narrar, incluso en los poemas, alguna historia o un retazo de ella.
Es como si esas narraciones fueran contadas ya no por el autor Fabio Kacero sino por sus propias obras en el extenso campo del arte contemporáneo. Como si las instalaciones, videos, performances, etcétera, fueran las que contaran las aventuras y desventuras que se leen en los libros de Kacero. El puente de plata: ida y vuelta. Fabio Kacero inventa una obra literaria que recuerda, a pesar del actual y violento imperio de los géneros temáticos, que la literatura es esencialmente un arte más allá de cualquier género y tema. Un arte a secas.

El texto a continuación es la respuesta de Fabio Kacero a una sola pregunta. En su simplicidad hay tantas capas como en el ensayo de Aira, Sobre el arte contemporáneo (2010). Pero Kacero corre con la ventaja de vivirlo en persona. Lo que sigue parece el testimonio de alguien que, según una carta de Macedonio a José Ingenieros, cabe en el vasto marco de la Psicopatología, cuando refiere al problema del genio. Una palabra que a Kacero podría darle temor, pero por suerte no es suya.
Sé que tus razones para hacer cosas son nebulosas, pero si pudieras extender esa nebulosidad, te pregunto: ¿por qué las palabras, que tienen tanta importancia visual y lúdica en tu obra plástica y performática, cuando se hacen poemas te llevan a escribir relatos, cortados en versos o a veces continuados en prosas, de tipo realista o fantástico, y simplemente son palabras que cuentan una historia en forma de poema?
Fabio Kacero: Razones nebulosas o, incluso, diría inexistentes. Porque, ¿qué razones tiene uno para hacer algo? La cuestión, parafraseando esa clásica pregunta metafísica de ¿por qué hay algo y no más bien nada?, podría reformularse como ¿Por qué hacer algo y no más bien nada? Y pensar que la segunda opción, el más bien nada, fue la elección del artista más influyente del siglo XX. Me refiero a Duchamp. Un adalid del dolce far niente —o del preferiría no hacerlo—, que llega muy bien al siglo XXI, hoy que las nociones de productividad y creatividad son puestas bajo sospecha, presuponiendo que le hacen el juego al Capitalismo.
Como sea, mi temperamento es otro, con razones o sin ellas, tengo que hacer. “Carácter es destino” se ha dicho. Carácter o temperamento, para el caso es lo mismo. Pero si, movido por tu pregunta, me forzara a no dejar en la nebulosa las posibles razones que me conducen a la acción, se me ocurren ahora dos, bastante pedestres por cierto: pasar el día y justificarme a mí mismo. Justificarme… lo digo y me resulta un poco extraño, no sé si la palabra aplica, solo sé que siempre me resulta más satisfactorio irme a la cama al final del día con la conciencia de haber hecho algo. Obrar o engendrar peste, decía el voluntarismo extremo de Blake.
También está esto, que no sé si será una razón para el hacer, o simplemente un misterio: el misterio de querer llegar al otro, de causar un efecto o una impresión en el otro, por así decir. Pequeña cosita llamada… ¿cómo llamaremos a este impulso?, que por universal queda casi invisibilizado. Y a la vez no deja de llamar la atención que sea en el arte, en un medio como la escritura, por caso, que ese contacto, ese puente hacia otro, sea tendido desde la pura soledad. Y a un otro que, además, nunca está ahí. Vivimos —al menos yo lo vivo así— la vida solitaria de la conciencia, y ella, de algún modo, quiere olvidarse de sí misma, de su confinamiento, buscando compañía, ya sea causando un efecto fuera de ella o dejándose causar un efecto desde fuera de ella. Porque en última instancia, entre sus muchas maravillas, la literatura no deja de ser eso: compañía.

Enfocándome más puntualmente en tu pregunta: ¿por qué palabras?, y el porqué de su presencia en muchos de mis trabajos, la gravitación que ejercen sobre mí, empezaría por una obra que considero seminal: el “nemebiax”, que arrancó en el año 2000 y que representó un gran viraje para mí, y a la vez un distanciamiento del paradigma dominante de la época, el del Centro Cultural Rojas (dominante visto a posteriori, en su momento la realidad era algo más compleja), donde la palabra y el discurso sobre el arte —para decirlo rápido— no gozaban de muy buena fama. El “nemebiax” es una obra… un ejercicio de tipeo obsesivo, que consistía básicamente en la invención de palabras. Y cuando digo palabras debería quizás ponerla entre comillas, porque siendo significantes sin significados y surgidas de un puro ars combinatoria de letras, no lo eran del todo. Esta elemental acción de tipear y combinar letras sigue hasta hoy y estimo que seguirá, lo cual habla de un work in progress interminable, potencialmente infinito y transpersonal; después de mí podría continuar cualquier otro.
En el transcurso del tiempo el “nemebiax” tomó varias encarnaciones: la primera en el Centro Cultural Borges, en el 2003, como instalación (una mesa angosta y larguísima con hojas A4 impresas; en el 2004 se convirtió en un libro —que contiene alrededor de 50 mil palabras—; más tarde en un audio, donde yo leía algunas páginas del libro, y por último, un video, donde se ven mis manos tipeando sobre la pantalla de la computadora. Cuando lo presenté en el Borges, escribí un texto fragmentario, en el que reunía varias ideas sobre el “nemebiax”: en una me veía como un cabalista desquiciado que, buscando un nombre, pretendía escribirlos todos. En otra, postulaba la realidad como un continuo, y en ese continuo, entre dos cosas cualquiera, un sillón y un parlante por ejemplo, cabía una infinidad de entidades intermedias, y que mi arte combinatoria tenía que ver con ese superpoblado mundo intermedio. Lo escribí así:
¿Qué pasaría, entonces, si Aquiles y la tortuga no compitieran una carrera entre sí, sino una carrera del uno hacia el otro, cediéndose una letra a cada paso?:
aquiles
aquites
aruites
aruitesa
taruitesa
taritesa
toritesa
toritega
torituga
tortuga.
En otra idea, en parte vinculada a la anterior, concebía al “nemebiax” como un quimérico inventario de las cosas que, al no llegar a ser nombradas, no han llegado a ser, o, como lo decía en aquel texto de presentación: “un salón de los rechazados del ser”).
De modo que en mi viaje del sin sentido (del “nemebiax”) al sentido (de la literatura, presentida y demorada), comencé imitando un aspecto exterior de la escritura, el tipeo, y si todavía no era escritor, era en todo caso algún tipo de pariente cercano, o más precisamente, un imitador. Y tras él, apenas oculto, un velado pretendiente.


Pero también hubo otra imitación en el origen, un poco posterior (de mediados de los 2000), que fue la de imitar la letra manuscrita, la caligrafía de algunos escritores. Aunque este otro ejercicio venía de otro lado y por otro motivo: lo que quería era, ni más ni menos, cambiarme a mí mismo. Y para eso, se me ocurrió que en vez de sumergirme en un proceso introspectivo o en alguna clase de terapia, podía empezar por afuera, es decir modificar algo externo, y que una vez cambiado tuviera como de rebote, efecto sobre mí. Al final encontré algo no tan externo, ¿intermedio quizás?; una producción propia, automática y espontánea: mi caligrafía. Y así fue como comencé el experimento de escribir con otra letra. Me puse a trabajar en eso, pero pronto me di cuenta de que no me resultaría tan fácil como había pensado; mi espantosa letra persistía. Después de un tiempo llegué a la conclusión de que debía recurrir a una caligrafía ajena para copiarla, y de esa manera, tomándola como referencia, poder asimilar y adoptar las peculiaridades de sus rasgos. Pero al hacer esto, entraba otra cuestión a tener en cuenta: si los rasgos de una letra, según la grafología, contienen y traslucen el carácter y la personalidad de un individuo, al apropiarme de una caligrafía me apropiaría también, supuestamente, de aspectos de la identidad de ese individuo.
Busqué primero algunas letras manuscritas que tenía a mano, en mi casa, una versión facsimilar de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, con las ilustraciones del mismo Carroll, que mi madre me había traído de un viaje, una reproducción de un poema manuscrito de Borges, y luego seguí buscando en Internet. Finalmente me decidí por la de Borges, porque más allá de la posibilidad del cambio personal, y la presumible y no desdeñable incorporación de facultades literarias (pero también de otros aspectos, por caso la ceguera, el amor por los tigres, el insomnio…, quién sabe), surgió una nueva idea, que era la de utilizar la letra de Borges para hacer una copia íntegra del cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”. Una copia que constituiría algo así como un bucle de apropiaciones, en la medida en que el Pierre Menard es un texto que gira en torno a las nociones de copia y apropiación. El bucle ya quedaba patente desde el título de la obra que finalmente realicé: “Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote”.
A mi Pierre Menard lo mostré por primera vez en el 2006, en la galería Ruth Benzacar, y lo volví a mostrar en 2014, en Detournalia, la muestra en el Museo de Arte Moderno, en la que se exhibían obras del 2000 al 2013, comenzando por el “nemebiax” (exhibido en su formato inicial, aquella mesa larguísima, similar a la del 2003) y terminando con el “Salisbury”, mi primer libro publicado en Mansalva. Había varios ejemplares del libro en la exposición del Moderno, y se podían leer en una especie de sala de lectura, ubicada al final del recorrido de la muestra, siguiendo una de las lógicas posibles de ese recorrido, la del sin sentido hacia el sentido, que mencioné antes.

En fin, ya sea que el compulsivo tipeo o la antropofagia caligráfica obraran su magia o no, en el 2010 ya tenía escritos un par de cuentitos (con los que hice una primera autopublicación, “Pollo y Libertad”, y al año siguiente se los llevé a Francisco Garamona, el editor de Mansalva, que para mi sorpresa decidió publicarlos).
Viniendo desde afuera de la literatura y queriendo conservar esa exterioridad o esa posición orbital, la diferencia entre un texto en prosa y un poema la subsumí a una simple categoría visual. Líneas que llegan hasta el final de la página: prosa; líneas que llegan hasta la mitad de la página: poema. Y la idea era un poco jugar con esa visualidad que de por sí impone un género, o un modo de lectura. Aunque reconozco que mi impulso es más bien narrativo, ya en mi segundo libro, el Pertius, escrito originalmente en líneas largas, procedí, casi caprichosamente, a cortarlas todas. Si bien es cierto, como vos decís, que mis textos suelen contar siempre alguna historia, por mínima que sea, creería que la historia, más allá de la pulsión narrativa, por un lado me contiene; yo voy detrás de ella, a la sombra, como persiguiendo una imagen, aunque no visual (con alguna leve declinación alegórica, observo en ocasiones), como si estuviera al servicio de sus deseos, no de los míos. Y en esa posición, de retraso, furtiva y hasta impersonal, me siento más a gusto. Por otro lado también —argumento anexo—, creo que me protege en parte de algo con lo que nunca me llevé muy bien: la efusión lírica (y su frecuente hipertrofia yoica), que usualmente me resulta un poco empalagosa. Siento que, si así puede decirse, me sirve para regular los niveles de azúcar en la sangre de la letra.
Lo que subyace aquí, y cito nuevamente, es aquello de “carácter es destino”. Destino de escritura, agregaría.

Llegado a este punto, y recapitulando lo dicho, queda expuesto con cierta claridad, me parece, que mi llegada a la literatura (en la versión de la confluencia “nemebiax”-reescritura manuscrita del Menard) y los procedimientos utilizados en el camino, tienen más que ver, en realidad, con el arte contemporáneo que con la propia literatura. ¿Acaso no son estas prácticas imitativas o apropiacionistas, a las que me referí, estrategias centrales en el arte del siglo XX? Y de esta pregunta salto a otra más general: ¿Podría la literatura ser concebida como la culminación del arte conceptual? Y por último: ¿Podría la literatura en todo caso ser utilizada o incluirse como un medio más entre los muchos medios de los que se vale el arte contemporáneo?
Pienso que lo central en estas prácticas imitativas es, en el fondo, la cuestión del ser y el parecer, y el camino que lleva del segundo al primero, que es un poco sobre lo que estuve dando vueltas. Hay una frase que leí o escuché hace mucho, no sé dónde, que a pesar de estar vinculada a otro ámbito, contenía ya la clave del asunto. La frase decía: “actúa como si tuvieras fe, y la verdadera fe se manifestará”.
Dije “otro ámbito”, aunque cabría preguntarse si el arte no constituye también un tipo de fe.
Pero, tema aparte, ¿qué decir de esa manifestación de lo verdadero que se alude en la cita? Solo esto: que tratándose de arte, será algo que, en el mejor de los casos, pasará a través de nosotros, para luego revelarse en un lugar fuera de nosotros. ¿Dónde? Ahí donde dos figuras, escritor y lector en el caso de la literatura, mutuamente ausentes el uno para el otro, se reúnen. Como si cada vez, esa verdad, fuera el fruto de una colaboración; una íntima y misteriosa colaboración entre fantasmas.