¿Por qué no tenemos una Cinemateca nacional?

La primera vez que vi una película en fílmico fue a los veintitrés años. Estaba recién llegada a Capital Federal, y si bien no recuerdo qué título era sí me acuerdo que ese año, mi primero como alumna de la ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica), vi una película argentina que me marcó particularmente: Bajo la mirada de dios (1925), de Edmo Cominetti. Fue en la clase de Historia del Cine dictada por Fernando Martín Peña y Luis Ormaechea. Aquella vez, con mis compañeres, no solo fuimos espectadores de una película sino testigos de la proyección de una copia única que no se había pasado en literalmente noventa años. A través de la mirada de un señor llamado Cominetti, un argentino que había hecho cine en la década del ’20, pudimos ver la quebrada cordobesa de antaño, y por primera vez vi cómo supo ser mi provincia. No se trataba solamente de un registro muy viejo: ese día se nos planteó (a algunos por primera vez) el inmenso valor del patrimonio audiovisual. Entendimos que si una película cuenta con una única copia en todo el mundo significa que, si algo le llegara a pasar, sencillamente podría dejar de existir. Y que eso, por más descabellado que suene, es todavía un privilegio: se estima que el 95% de las películas argentinas del período mudo se perdió para siempre. Si algo queda es gracias a algunas instituciones y voluntades individuales que, eventualmente, también podrían dejar de existir, ya que no hay ninguna garantía.

 

Antes de intentar responder la pregunta del título me gustaría plantear otra: ¿por qué es urgente tener una Cinemateca Nacional?

La Ley 25119, que existe desde 1999 por iniciativa de Pino Solanas, estipula que la Cinemateca Nacional es un ente autárquico y autónomo cuyo deber fundamental es recuperar, restaurar, mantener, preservar y difundir el acervo audiovisual nacional y universal. Nada de eso sucede ni ha sucedido nunca: con veintiún años de vigencia seguimos prestándole especial atención a los contenedores de basura para encontrar, quizás, alguna película, un cortometraje, un video casero.

 

Que nadie se confunda: esto no es una crítica al rol del Estado en nuestro cine. Necesitamos más, es urgente y no hay voluntad política.

 

Fue en una de esas clases de la ENERC donde también sostuve por primera vez una lata de fílmico avinagrado. La fuimos pasando de mano a mano entre los setenta compañeres, y nunca me voy a olvidar cómo la olfateamos: el aroma denso de un trozo de historia nacional se nos iba entre las manos. Las películas fallecen definitivamente de síndrome del vinagre pero la sentencia a muerte está firmada desde que nacen. La negligencia estatal a esta altura es política de Estado común a todos los gobiernos, porque en esto no hay grieta. Y no solo el fílmico muere a cada minuto. Para los realizadores actuales que trabajamos en soporte digital será aún peor. Una lata con una película se puede rescatar, y aunque sin una restauración apropiada será muy distinta a como se la concibió, al menos en parte seguirá existiendo. Las películas que actualmente se graban en digital, en cambio, corren el riesgo de no ser rescatadas: el soporte digital muta con demasiada velocidad, es volátil e inestable y no hay backup que pueda con eso. Un buen día de acá a cien años algún fulano encontrará los discos externos con nuestras películas guardadas y solo serán para él cuadrados de plástico y metal. Nada se podrá hacer con eso.

Lo tristemente paradójico es que el cine en Argentina, de un modo u otro, siempre se realiza a través del Estado. Nos formamos en escuelas de cine públicas, hacemos películas financiadas por el INCAA, realizamos cortometrajes en el marco de Historias Breves, ganamos una Bienal o un crédito del Fondo Nacional de las Artes, se nos exhibe en festivales nacionales. En resumen, el mismo Estado que nos ayuda a hacer películas es el mismo que las condena. Que nadie se confunda: esto no es una crítica al rol del Estado en nuestro cine. Necesitamos más, es urgente y no hay voluntad política.

 

 

Este año, por circunstancias de público conocimiento, la Cinemateca tuvo al menos excusas para no existir. En los cuatro años anteriores sus funcionarios hicieron paneles de debate y reflexión con las llamadas problemáticas actuales de la preservación y la restauración audiovisual, desfilaron por cocktails con canapés de salmón en el microcine de la ENERC, se sacaron fotos, conversaron un montón. Además nos quisieron vender que la restauración es hacer un transfer de fílmico a DCP, es decir a digital. ¿Por qué esto es problemático? Para ponerlo de una forma simple: imaginemos que de pronto el Archivo General de la Nación o la Biblioteca Nacional cierran para siempre y pasan a ser un link de Dropbox, un conjunto de PDFs y JPGs. Un par de perfiles de Facebook. Sería un delirio.

La Cinemateca Nacional es hoy un desfile de funcionarios importantes con títulos bonitos que conversan sobre los desafíos tremendos que tienen mientras el fílmico se avinagra en sus narices y los backups en digital se evaporan en la nube. No hay espacios de formación en el tema, no hay presupuesto, no hay laboratorios. Pero ojo: la Cinemateca es ley y hasta tiene un sitio web.

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Antonella del Valle

Córdoba, 1992. Estudió Ciencia Política antes de dedicarse al cine. Guionista cinematográfica egresada de la ENERC, trabajó en cortometrajes y largometrajes como “Máquina de Café” (Selección oficial 20 BAFICI, UNCIPAR), “El archiduque debe morir” (Competencia nacional de cortometrajes, 22 BAFICI) y el documental “Esta herida cuando cicatriza se vuelve piedra”. Actualmente trabaja como referencista en publicidad y en el guion de su ópera prima.

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