El otro cine de los ’70: Alemania, paisajes después de la (pos)guerra

Alemania veinticinco años después de la capitulación nazi. Alemania dividida por el Muro levantado en 1961. Las Alemanias tensionadas por la acción del grupo guerrillero Baader-Meinhof. Alemania capitalista y Alemania comunista, o uno de los últimos opuestos surgidos durante la Guerra Fría.

¿Y las películas? Un tema interesante de abordar, más aun cuando la “historia del cine” no invierte demasiado interés en los films alemanes desde el fin de la SGM hasta la presentación del Manifiesto de Oberhäusen (1962), aquel evento-ciudad en el que un grupo de jóvenes directores (de largos y cortos) predicó por escrito su rechazo por las imágenes “de papá”, abogando por una renovación que ya había surgido en Francia (la Nouvelle Vague), Latinoamérica (Generación del ‘60 en Argentina y Cinema Novo en Brasil) y hasta en algunos países del Este (Hungría, Polonia, Checoslovaquia). En efecto, la previa a los 70 presenta a cineastas como Edgar Reitz, Peter Fleischmann y, entre otros, a Volker Schlöndorff con El joven Törless (1966), un cineasta que de alguna manera cerraría la década siguiente con la incómoda y prestigiosa El tambor (1979), sobre la novela de Günter Grass.

Pero si el anclaje de esta nota alude a los 70 –y pese a que los tres ya habían realizado cortos y algunos largos–, los nombres de Werner Herzog, Wim Wenders y Rainer Werner Fassbinder exponen una abundante filmografía en esos diez años, acumulando prestigio y un reconocimiento local y exquisito para el mundo de los festivales. Son los años donde el cine alemán resurge de las cenizas y presenta a tres cineastas con propuestas divergentes, alguna que otra afinidad estilística y, más que nada, una puesta en escena concreta y personal que declara un lugar de pertenencia, un mundo propio, un universo de inmediato reconocimiento e identificación.

Escalera al cielo: Herzog en las alturas
Woyzeck (1979)

La década para Herzog se inicia con sus experimentales También los enanos empezaron pequeños (1970) y Fata Morgana (1971) y el destino marcado de antemano hacia un público de cineclubes y salas de arte y ensayo. Por eso, el viaje al Camino del Inca, la demencia y la enajenación mental de sus personajes, el barro, el lodo y la sangre que circundan las imágenes de Aguirre, la ira de Dios (1972) se difunden en el mundillo festivalero del cine alcanzando, por si fuera poco, un reconocimiento impensado de público.

Surge el combo que hará historia: Herzog encuentra a su amigo y enemigo, también a su espejo deformado, en el rostro y la ira de Klaus Kinski. Nada será igual para ambos, aunque también, al poco tiempo, aparece el “no actor” Bruno S. a la cabeza de El enigma de Kaspar Hauser (1974) y de su “falsa” continuación, Stroszek (1979), conocida por estos pagos como La balada de Bruno S. A esta altura setentista Herzog expone sus obsesiones temáticas y formales: personajes desmesurados, una manía por superar todos los obstáculos posibles y un culto a la marginalidad teñida de locura, tal como ocurrirá en la remake de Nosferatu (1979) (sutil exploración del mito del vampiro y des-lealtad estética en voz baja hacia el expresionismo alemán del período mudo). El cierre vendrá con la adaptación de Woyzeck (1979), obra de teatro de Georg Büchner y monumento a la crueldad con el rostro sufrido de Kinski. El cine de Herzog, en este punto y terminada la década, clarifica sus intenciones:

– Su comodidad al describir historias donde el Hombre está a la altura (o se ubica) en un plano de igualdad junto a Dios (pagano o no). La inminente Fitzcarraldo, ya en los 80, certificaría la idea.

– Su postura germánica frente al estado de las cosas y su autoritaria y personal puesta en escena bordean aquello que Leni Riefenstahl, a su modo, hiciera durante el período del nazismo en el poder.

– La imagen de Kinski ya se afilia definitivamente al universo del director.

 

Herzog y la desmesura del poder

El arte de fotografía de Robby Müller


Viajar es un placer: Wenders a la búsqueda de Made in USA

 

Cineasta de dos mundos, influenciado sin tapujos por la cultura americana (la poesía beatnik, las “road movies”, el rock), Wim Wenders construye una primera parte de su obra casi sin puntos bajos. Acaso los 70, con el paso de los años, hoy se erigen como el punto más alto en la filmografía del cineasta, eso sí, antes de Paris, Texas (1984) y Las alas del deseo (1987), que marcarían a fuego la década siguiente, de amplio prestigio en todo el mundo. Pero los 70 fueron más que el embrión de aquello que vendrá. Son los años de los viajes por la ruta escuchando a Bob Dylan en Verano en la ciudad (1971), del existencialismo germánico con largas caminatas en plano secuencia de El movimiento falso (1975) y El temor del arquero ante el tiro penal (1972) y de la curiosa adaptación de La letra escarlata (1973), de Nathaniel Hawthorne.

Pero en el Wenders setentista hay tres films clave que señalan su ubicación periférica en la cultura norteamericana a través de su pasión cinéfila (la de ese entonces), concretada en historias donde el choque cultural se manifiesta de manera placentera, sin ganadores ni perdedores, sino por medio de la mirada de un cineasta europeo (además, alemán) que admira a ese mundo de inmediato reconocimiento. El festín de las road-movies con el sello de aquel Wenders se manifiesta en el pavimento, la carretera y el polvo de En el transcurso del tiempo (1976), una de las obras maestras del realizador, donde la añoranza por la desaparición de los cines y, por ende, de la cinefilia de antaño, dialoga con la anterior The last picture show (1971), de Peter Bogdanovich, pero acá desde la mirada de un creador euro… ¿americano?

 

Wim Wenders, 1991 (Foto: Merri Cyr)

Un par de años antes, ya en la hermosa relación padre e hija de Alicia en las ciudades (1974), Wenders se había sumergido en la fotografía como registro eterno de un instante, de un momento que no volverá pero que permanecerá para siempre. El cierre de esta amistad (o más que eso) hacia el paraíso USA estalla en El amigo americano (1977), film popular y de género, cruce cultural definitivo de dos mundos, presencia física actoral de íconos (Dennis Hopper; Nicholas Ray), clausura de un saber heredado de una geografía y un modo de vivir ajenos al lugar de origen. Pero como contrapunto, a fines de la década, surgen Nick’s movie o Relámpago sobre el agua (1980), mixtura de documental y ficción, con Nicholas Ray (director de Rebelde sin causa) muriéndose en un hospital mientras la cámara de Wenders registra ese instante. Entonces, el director alemán, con ese epitafio mortuorio, ¿decidió tomar el rol de sepulturero de aquello que amó y registró incondicionalmente durante la ya transcurrida década?


El trabajo, la vida, el cuerpo: Fassbinder, un auténtico salvaje

 

Difícil sintetizar una corta vida (treinta y siete años) que dejó más de cuarenta películas, largos, cortos, series para la televisión, obras de teatro, interpretaciones actorales en films suyos o de otros. Y sí, el aluvión Rainer Werner Fassbinder pasó por este mundo y dejó eso y mucho más hasta que el cuerpo dijo basta, listo, chau, nada de esto servirá para la donación de órganos. El huracán de Bavaria concibió toda su obra en menos de veinte años: aplastante, conmovedora, clásica, experimental, ideal para sumergirse en múltiples interpretaciones, reñidas entre lo público y lo privado, contestataria y crítica a cualquier sistema e ideología, invadida por personajes y relaciones sexuales donde el placer o displacer del cuerpo se conjuga con lo económico, rabiosa y furiosa en su defensa a los “diferentes” (homosexuales, lesbianas, travestis, transexuales, inmigrantes africanos que sobreviven en esa Alemania pos-República de Adenauer, viejos y viejas acusados por la juventud germánica).

Sí, en esos años 70 el animal Fassbinder, el que dormía un rato por día (cuando podía hacerlo), filmó el 80 por ciento de su obra cinematográfica. Los primeros dos de esos diez están recorridos por producciones de bajo presupuesto, germinadas junto a su grupo teatral (Antitheater), aplicando técnicas procedentes de Bertolt Brecht. Pero surge su texto y puesta teatral trasladado al cine en Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (1972), donde se profundizan las relaciones entre esclavos y esclavizadores con la economía, el bolsillo y la cuenta bancaria coqueteando con el placer corporal. Es decir, ya en este Fassbinder inicial la prédica es clara y contundente: melodramas sociales condenados por el contexto, historias donde el “diferente” es desplazado o literalmente aniquilado por ese paisaje que puede leerse como el de los nietos de aquel nazismo de los años 30 y los 40. La mirada de Fassbinder es feroz y sin contemplaciones en La angustia corroe el alma (1974), en Solo quiero que me amen (1976) y en la triste y maravillosa historia La ley del más fuerte (1975), con el mismo director en la piel de Fox, un muchacho homosexual que será humillado y fustigado por un entorno aristocrático y burgués que abomina al ingenuo, pobre y buena persona.

 

La angustia corroe el alma (1974)

Esas variables sexuales que siempre rondaron la obra del director tendrá otro manifiesto en Un año de trece lunas (1978), con Edwin que definitivamente desea convertirse en Elvira en una trama que exhibe una de las escenas límite de cualquier época: aquella donde se muestra con lujos de detalle cómo se “trabaja” en un frigorífico-matadero. Y si a estas miradas en relación a lo sexual se le suma el discreto encanto de la perversión que transmiten las imágenes de Ruleta china (1976), el registro de época liberador y racional por el que abogaba Fassbinder tiene su comprobante definitivo. Por ese motivo, en el caso del incansable cineasta de vida corta e intensa resulta problemático elegir un puñado de títulos. Fassbinder fue excesivo en todo sentido, en lo público y en lo privado, en la forma eficaz con la que filmaba en poco tiempo, por lo menos hasta el estreno de El matrimonio de Eva Braun (1979), la obra que marcaría su arribo definitivo a la consideración de un público numeroso. Nada será igual en el cine alemán desde su joven pero previsible muerte en junio de 1982.

Pero los tres directores pudieron juntarse en más de una ocasión. La última seria en el Festival de Cannes, en mayo de 1982, a días del deceso de Fassbinder. Durante el evento, Wenders filmó una película de una hora titulada Habitación 666 (1982), donde convocó a varios directores que, en un mismo y único decorado, tenían que responder al enigma de muchos por aquella época. “¿Qué piensa sobre el futuro del cine?”, interroga Wenders desde el off y responden Godard, Antonioni y, entre otros, claro, Herzog y Fassbinder. Ese sería el desenlace de una época. Mientras Wenders, al poco tiempo, negociaría con el productor Coppola el final-cut de su futura Hammett, Herzog partiría hacia el Amazonas para meterse en la cabeza de su Fitzcarraldo. En tanto, la muerte de Fassbinder actuaría como un epitafio y el cierre de esa inigualada década del 70 del cine alemán.

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Gustavo J. Castagna

Periodista, crítico de cine, docente e investigador cinematográfico, integra FIPRESCI (Federación Internacional de Críticos de Cine) y fue miembro del consejo de redacción en la Revista El Amante. Ejerce la escritura en revistas especializadas de cine, video y televisión. Colaboró en libros sobre Wim Wenders y Martin Scorsese y en diversos textos sobre cine argentino y latinoamericano. Titular de las cátedras Historia del Cine e Historia del Cine Argentino en el Centro de Investigación Cinematográfica (CIC).

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