Definida por la periodista y editora Malena Rey como una “puerta de entrada posible para quienes nunca lo hayan leído”, esta novela rescatada recientemente por Blatt y Ríos abre varias preguntas en torno a su recepción: ¿se puede leer hoy a Libertella por fuera de su figura de escritor de culto, tan asociado a una generación y a una estética? ¿Cosechará nuevos lectores en el camino?
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Leer a Héctor Libertella esquivando el amasijo de malentendidos sobre la vanguardia. Y la palabra “hermético”. Y el alcoholismo y el Varela Varelita. Y los tempranos premios literarios (El camino de los hiperbóreos, 1968), la carrera como profesor de teoría literaria (Nueva York, México), editor y ensayista. Leer a Libertella fuera de su época, a casi treinta años del lanzamiento de Memorias de un semidiós (Editorial Perfil, 1998), rescatado en 2025 por Blatt y Ríos, gesto editorial que acompaña otros: la publicación de libros como Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce y las novelas de César Aira. Leerlo desmontando el mito armado para no leerlo, como dijo Laura Estrin.
Leo Memorias de un semidiós: “Aquí está la Patagonia, el Desierto: el único Templo que dejaron los indios”. Desde ese paisaje fundacional parte el texto y viaja hacia Nueva York, Salem, Manhattan, pero lo que sucede en esas ciudades podría suceder en cualquier parte. En cambio, la pampa reaparece una y otra vez, del otro lado de la ventanilla del tren, como tierra azotada por tormentas feroces, como territorio fértil para que broten palacios, estancias y delirios.
“Afuera llueve y hay rayos sobre la pampa”, repite Héctor Cudemo, el narrador. Las frases repetidas puntúan las páginas de Libertella como notas de una música que se ubica en un estilo de composición específico: el minimalismo. Repeticiones con variaciones mínimas. Las estructuras repetitivas circulan en el interior del texto como pequeños anclajes de sentido en una novela en la que el sentido está todo el tiempo empecinado en fugarse.
Es vertiginosa la lectura de Memorias… “Yo pongo mucho el pie en el acelerador”, dijo su autor. También contó que para él fue clave, al momento de la escritura, El extranjero, de Albert Camus. Le enseñó a controlar la lentitud o velocidad de la prosa. Cada tanto, como para ralentizarla, su narrador vuelve sobre sus propias formulaciones, como si de la maraña de la memoria rescatara un puñado de recuerdos deformes cristalizados en frases o imágenes que se le imponen. El jardín de piedras del neolítico, las lágrimas de cera de la mujer encerrada en una jaula, el insomnio que le echa su luz exagerada a las cosas…
En El perseguido, novela de Daniel Guebel publicada en 2001, un personaje sostiene que “la repetición es la madre del estilo, y el estilo vuelve visible la estrategia de toda ideología, que triunfa cuando se presenta como ‘natural’. Al poner en evidencia mi retórica exhibo mi sinceridad”. La definición le cabe a Memorias de un semidiós como anillo al dedo. Libertella exhibe su total desinterés por la trama y sólo persigue la música de la frase, el ritmo de la prosa.
Una prosa irónica y tanguera

La novela sucede dentro de un sueño que sucede dentro de un prostíbulo con la puerta atascada: al abrirse, conecta a las vías del tren que atraviesa la pampa. Coronel Dorrego, Tres Arroyos, Cascallares (probablemente, el tren a Bahía Blanca, ciudad natal de Libertella). Entre otras cosas, a fines de los 90 el menemismo había desmantelado Ferrocarriles Argentinos; quedan la memoria, los campos, las últimas poblaciones.
Advertencia para reseñistas: ninguna lectura de Memorias de un semidiós debería intentar contar el argumento. Porque el argumento se interrumpe, recomienza, es dinamitado por los desvíos, el estilo trepidante, la lírica. Esta es una obra que deliberada y furiosamente milita la afirmación de Néstor Sánchez, que se jactaba de que sus novelas “no se podían contar por teléfono” (prefería que no le preguntaran de qué se tratan sino a qué suenan).
Este Libertella suena a literatura digresiva, onírica, en contra del control del relato. Literatura del absurdo, la fragmentación y las imágenes recurrentes, como esa plaza de infancia “entre megáfonos y parlantes que anuncian el fin de los tiempos y oradores profetas que asustan con amenazas de apocalipsis”. Suena, también, a parodia del género memorias y su supuesta veracidad basada en la confianza de quien lo practica, por el sólo hecho de que trabaja sobre la materia prima de su vida. Montaigne: “Este, lector, es un libro sincero”; un aviso como salvoconducto para mentir sin culpa ni límites.
Memorias de un semidiós está dividido en cuatro partes: la infancia (primera parte), el amor (segunda), la adultez y el casamiento (tercera), el divorcio y un estado en el que no se siente “ni una ráfaga de viento” (cuarta). Nunca termina de entenderse el papel del Dr. Long ni el alcance de la influencia del turbio personaje de Chabán, que trae reminiscencias noventosas (Yabrán) y trágicas a futuro (Cromañón), ambas trituradas por el frenesí de una prosa irónica y a la vez tanguera: o sea, porteñísima: “El cuerpo no muere por envejecimiento sino porque, de tanto rejuvenecer, al fin las células se cansan y dicen, igual que en el título de ese mismo tango: Chau, no va más”.
Sospechar de la lengua

En una entrevista originalmente publicada en octubre de 1985 en el diario La Razón, recuperada por el sitio de exhumaciones literarias Golosina Caníbal, aparece una afirmación de Piglia (“Ya no se puede narrar a menos que uno sea inocente, y sin embargo la novela exige relato”) y la pregunta para Libertella de si se siente imposibilitado de contar una historia. Libertella es tajante: “No me preocupa tanto la imposibilidad o no de contar una historia. Mi problema se da al revés: contar lo imposible”.
La respuesta podría interpretarse como una pose de escritor “difícil”. Pero a continuación Libertella sitúa el problema más allá de la trama: sospecha directamente de la lengua. Cree que cuando hablamos siempre aparece un fondo muy antiguo en nuestra lengua, un “comportamiento salvaje, que se permea por todas partes y agrieta lo que decimos”. Poner en crisis la lengua es para Libertella un acto estimulante y liberador. “La posibilidad de escribir un libro así [se refiere a ¡Cavernícolas! (Per Abbat, 1985)], me daba una especie de furia: unas ganas de escribir con un cuchillo entre los dientes”.
En Memorias de un semidiós también puede inferirse la desconfianza en la lengua. Y en la totalidad que intenta capturar el género de la novela. Por eso trabaja fragmentos de corte abrupto, luego de narrar unos días en la vida, o diez minutos que pueden durar años, o una aventura que desemboca en Mar del Plata o en el tren de pasajeros que atraviesa la pampa. Y Libertella desconfía, claro, de cualquier atisbo de realismo.
Según cuenta en una entrevista conversada entre él y Laiseca, realizada por Daniel Link a propósito del lanzamiento de Memorias…, el libro circuló primero entre amigos (“ocho lectores, corrección, y otra tanda de ocho”). En 1998, todos le señalaban lo mismo: había escrito la vida del empresario Alfredo Yabrán. Él lo negó rotundamente. Había empezado a escribir la novela cinco años antes del suicidio de Yabrán. “No es que uno vaya a la realidad”, explicaba Libertella, “pero la realidad viene aunque uno no lo quiera”.
La realidad que se cuela en su texto es sórdida y epocal. Una red de trata de la que ya nadie habla, la Zwi Migdal, a cargo de delincuentes de origen polaco, que operó en Buenos Aires entre 1906 y 1937 y vendía mujeres judías traídas desde Europa del Este. La pelea Firpo-Dempsey. El caballo de carreras más famoso de una época, el pura sangre Yatasto. Giran estos tres sucesos históricos y otros por las páginas de Memorias de un semidiós como lo real que irrumpe en medio de escenas vertiginosas y alucinadas.
Veintisiete lectores

¿Qué significa publicar, en 2025, a Héctor Libertella? ¿Por qué este libro y no otro? ¿Porque su fragmentación dialoga con nuestra época? ¿O es un primer intento de volver a poner en circulación a Libertella? ¿Quién lo lee o lo relee hoy? ¿Cosechará nuevos lectores? En aquella conversación con Laiseca, Libertella afirmaba que la literatura es cosa de gueto. Que lo único que importa es que salga el libro, aunque no tenga lectores. Después se corrige con una pizca de ironía: “Con veintisiete lectores alcanza. Basta que resuene en la cabeza de alguien”. Quedan muchas preguntas colgadas; tal vez, el tiempo y los lectores traigan algunas respuestas. Pero formulo otra, que sí puedo responder ahora: ¿qué me quedó de la lectura de Memorias de un semidiós?
Ningún personaje memorable, ninguna trama cautivante, momento emotivo o escena conmovedora. Cierta velocidad de la prosa, un ritmo trepidante, la música de las frases que retornan, la belleza lírica de pasajes como el que describe un pueblo tan polvoriento “como los ríos de harina que corren por sus calles, un enclave ventoso donde todos los colores se arremolinan y mezclan hasta dar el blanco del pan y las pastas que —me dicen— brotan directamente al pie de las mieses”. Para pescar estos pasajes se precisa una lectura atenta, hambrienta. A contrapelo de la época, de las limpias y transparentes prosas actuales. Héctor Libertella no pedía mucho, sólo veintisiete lectores, pero con la condición de que fueran buenísimos.